Los bancos centrales afectan las decisiones de gasto de las familias y empresas mediante su influencia sobre las tasas de interés. Usualmente, cuando la economía enfrenta una desaceleración pronunciada, vinculada a una débil demanda, la respuesta de la política monetaria es inducir menores tasas de interés para incentivar el gasto privado. En el otro extremo, los bancos centrales apuntan a tasas más elevadas cuando buscan moderar presiones inflacionarias.
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Los economistas representamos, de manera simplificada, la forma en que los bancos centrales toman decisiones de política monetaria. Para ello, suponemos que estas entidades tienen una “función de reacción” que les dice hacia dónde mover las tasas de interés. Esta función típicamente contiene dos variables: inflación (o de manera precisa, desvíos de la inflación respecto de su meta), y posición cíclica de la actividad económica.
La ponderación que se le asigna a cada una de estas variables refleja las preferencias relativas de los banqueros centrales. Normalmente, la importancia que le dan a la inflación es mayor, en particular cuando el banco central tiene como objetivo único mantener la estabilidad de precios. Lo ideal sería que la respuesta de política monetaria que se desprende de esta función (es decir, los cambios en las tasas de interés) permita, simultáneamente, que la economía crezca de manera sostenida, con baja volatilidad y en un entorno de precios estables. Pero esto es el mundo ideal y muchas veces vemos que en la realidad el proceso de toma de decisiones monetarias es más complejo.
Precisamente, la semana pasada el Banco Central de Reserva (BCR) recortó su tasa de referencia, en un contexto macroeconómico que viene imponiendo un dilema a la política monetaria. Por un lado, una inflación que se ubica por encima del rango meta y un déficit externo relativamente elevado sugieren que no es el momento adecuado para reducir la tasa. De otro, una desaceleración económica, más intensa que la esperada, abre el espacio para una flexibilización monetaria. En esta ocasión, ocurrió algo que no es muy frecuente: los dos componentes de la función de reacción, inflación y actividad, apuntaban en sentidos opuestos sobre lo que había que hacer con las tasas de interés.
Frente a este dilema, el BCR ha optado por dar soporte a la actividad económica (activismo monetario). Existen buenos argumentos para que ello haya sido así. Primero, al mirar hacia adelante, si la actividad viene desacelerándose las eventuales presiones de demanda sobre los precios cederán y la inflación retornará al interior del rango meta. Además, el estímulo monetario ha sido acotado y podría interpretarse como una señal que busca dar soporte a la confianza empresarial y la inversión, y de esta manera, evitar una mayor volatilidad del producto.
Sin embargo, existe un costo importante: la elevación de las expectativas inflacionarias, las que han pasado a ubicarse cerca del límite superior del rango meta, y ya no están, como era usual a dos años vista, en el centro. Tal vez ello ha ocurrido porque el público percibe que el BCR se siente cómodo con una inflación algo más alta, a cambio de apuntalar el crecimiento. Finalmente, si las expectativas inflacionarias se mantienen elevadas, incluso en ausencia de choques de oferta o con un PBI alrededor de su potencial, la inflación tenderá a ser mayor y reducirla será más difícil y costoso en el futuro.