Alberto Fujimori no fue el ideólogo ni el principal entusiasta de las reformas económicas de inicios de los noventa. Sin embargo, tuvo dos atributos clave. El primero es que supo rodearse de un equipo de profesionales competentes con una visión clara respecto de lo que se tenía que hacer. A este equipo le dio confianza y espacio para trabajar. Y el segundo, quizá aún más importante, tuvo la valentía para tomar las decisiones difíciles que este equipo le recomendaba.
La situación económica que heredó Fujimori era un absoluto desastre. Hiperinflación rampante, empresas públicas insolventes en la mayoría de sectores productivos, controles ubicuos y asfixiantes para la importación, fabricación y comercialización de bienes, engrasados en corrupción; e ingresos fiscales paupérrimos a pesar de la infinidad de impuestos. Un Estado, en suma, colapsado.
Bajo los liderazgos de Carlos Boloña y luego de Jorge Camet en el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), el Perú experimentó una transformación sin precedentes. Se estabilizó la moneda y las empresas públicas quebradas -algunas de las que fueron nacionalizadas décadas atrás- se vendieron al sector privado. Además, los sistemas tributarios, laborales, previsionales, etc. se reformaron por completo para favorecer la libertad económica. Así, se reinsertó al Perú en la comunidad financiera internacional. Controles de precios, incluyendo al tipo de cambio, se levantaron. El Perú se abrió al comercio internacional, al libre movimiento de capitales, y la inversión privada nacional y extranjera. Muchas de estas reformas empezaron desde los primeros años de los noventa, y quedaron luego cimentadas en la Constitución de 1993.
Una de las características centrales del proceso reformista es que se lograron cambios casi en simultáneo, aprovechando la ventana de oportunidad política. Contrario a la progresividad o gradualidad que podría sugerir la teoría económica, en las esferas fiscales, monetarias, cambiarias, de comercio exterior y regulatorias, se hizo cirugías mayúsculas al mismo tiempo y en la misma sala de operación. La dureza del ajuste -incluyendo la liberación de precios y control del gasto público- tuvo sin duda un costo económico y social, pero los resultados se consiguieron relativamente rápido y pagaron con creces el dolor inicial.
Sin estos cambios, lo que se llamó luego el milagro económico peruano no hubiese sido posible. La enorme reducción de la pobreza y el ensanchamiento de la clase media se construyeron sobre esta base. Si bien el apetito reformista perdió velocidad durante el segundo mandato de Fujimori -al tiempo que aparecieron las evidencias más fuertes de corrupción en el gobierno- su impronta en la economía será imborrable.