La parte más relevante del último paquete reactivador es, sin duda, la ambiental, largamente esperada por un sector mineroenergético cuyos esfuerzos exploratorios y extractivos están al borde de la parálisis por la maraña burocrática que los envuelve. Si los menores precios de los commodities y el encarecimiento de los insumos de por sí restaban viabilidad a diversos proyectos de envergadura (que el país necesita a gritos para recuperar su crecimiento potencial), lo que terminaba de enterrarlos era la inexplicable lentitud de la impredecible ‘tramitología’ local.
Queda claro que no solo las empresas mineroenergéticas están desesperadas ante este escenario. También lo está el Gobierno, que parece finalmente convencido de que un deterioro más pronunciado de la economía podría incluso revertir la tendencia decreciente del índice de pobreza. Y si eso ocurriera, el desplome de la confianza empresarial y ciudadana sería prácticamente incontenible.
Dicho esto, debo decir que hay cambios ambientales que me parecen sensatos y otros no tanto. Es completamente exagerado decir que este paquete significa “la partida de defunción del Minam” y “la desprotección total de nuestros recursos naturales”, como también es falso afirmar que hay una oposición generalizada en el empresariado a la mera existencia de estándares ambientales. La principal queja del sector mineroenergético es procedimental antes que sustantiva: los plazos están para cumplirse y los EIA no pueden demorar una eternidad en ser aprobados. Tienen razón en ello y también en que las multas no deberían financiar a las entidades fiscalizadoras, porque se convierten en incentivos perversos. Del mismo modo, tiene sentido que los sectores productivos participen en la fijación de los estándares ambientales, aunque esto no debería instrumentalizarse como un derecho a veto.
Lo que es más difícil de digerir es lo que se ha propuesto para la OEFA. Es cierto que esta ha cometido excesos, pero limitar su accionar por tres años no resuelve el problema de fondo (su debilidad institucional y desempeño subóptimo) y parece, más bien, una medida improvisada para darle un respiro al gobierno en lo que resta de su mandato. Esto último escapa al objetivo loable de racionalizar los excesos burocráticos y será previsiblemente interpretado como una voluntad de supeditar la protección ambiental a la promoción de inversiones, como si lo segundo fuese más importante que lo primero. Lo que habría que transmitir, más bien, es que son (o deberían ser) perfectamente compatibles, si se evitan los excesos de ambos lados.