¡Diles no!, por Inés Temple
¡Diles no!, por Inés Temple
Inés Temple

Mi mamá tenía una frase que repetía a diario cuando nos enseñaba modales en la mesa de regreso del colegio. “En la casa deben siempre esmerarse en comer muy bien, tan bien como si estuvieran frente a un rey. Así, cuando estén comiendo con el rey, lo harán con la naturalidad de quien come en su casa”.

Claro, mi mamá en esos momentos se preocupaba más por enseñarnos modales que por enseñarnos sobre naturalidad o autenticidad. Pero creo que el mensaje caló y es muy claro: ser siempre los mismos con todos, ser siempre naturales en toda circunstancia y tratar a todos de la misma manera y, por supuesto, siempre bien.

La capacidad de ser natural y auténtico es imbatible en las relaciones humanas de todo tipo. Inspira confianza, facilita la comunicación, fortalece relaciones, impacta positivamente en las reputaciones. En lo profesional, facilita cerrar negocios, ser seleccionado en las entrevistas de trabajo, ser considerado para cargos de responsabilidad y liderazgo y, sobre todo, ser respetado y valorado.

Pero en el mundo del trabajo hay personas que se toman demasiado en serio su rol profesional. Actúan según ese rol y lo viven como si fuera de ellos, o peor aun, como si ellos fueran el rol, olvidando que un rol solo representa –y siempre de manera temporal y pasajera–  el cargo, la posición o el encargo que han recibido.

También hay quienes dejan de lado su sentido del humor, su naturalidad y cercanía cuando el rol trae consigo algo de poder, volviéndose distantes o arrogantes. Otros se dejan impresionar por los  que tienen poder y se vuelven artificialmente “agradables”.

Todos leemos las señales que emite el lenguaje corporal. Pero quien esconde su esencia detrás de una conducta impostada emite señales que sentimos artificiales, falsas y poco auténticas.  No logramos ver a la persona detrás del rol y eso genera mucha desconfianza. De hecho, la pose profesional aporta muy poco a la empatía y menos a la confianza. Daña mucho la marca personal.

Por el contrario, ser uno mismo, el mismo donde sea que se esté y con quien sea que se esté, y tratando a todos con el mismo respeto y calidez, es una fortaleza extremadamente poderosa –y rara– que abre las puertas al respeto y al afecto de las personas. La autenticidad es clave para establecer relaciones de confianza reales y positivas.

Ser auténtico pasa por mostrarse a los demás como uno es. Exige quitarse de encima remilgos, posturas y, también, mucho ego. Requiere coraje y seguridad en uno mismo, aunque tampoco significa perder el tacto o el tino ni decir a todos  “sus verdades” con torpeza. Demanda abrirse, entregarse e incluso hacer algo que suena arriesgado y hasta contraintuitivo: compartir nuestras vulnerabilidades.

La autenticidad es vital para el liderazgo y la reputación. Y como decía mi mamá –a la que sigo extrañando y mucho–, para que seamos auténticos y naturales debemos practicarlo a diario.