Hace poco edité un libro en el que participó expertos colegas del BID, Banco Mundial, CAF y OCDE. El volumen tenía por título “Pensiones para Todos”, el cual recogía diferentes aproximaciones desde la academia y la experiencia en políticas públicas respecto a cómo incluir a más ciudadanos a los sistemas previsionales. Después de lo sucedido en el Congreso con la aprobación del séptimo retiro de los fondos en las AFPs, junto con el rechazo a la propuesta de Reforma de Pensiones, uno de estos colegas me mandó un simple mensaje por WhatsApp: “Pensiones para Nadie”. Tres palabras que definen muy bien no sólo el presente, sino en lo que se está convirtiendo el futuro de la vejez en el Perú.
Es cierto que el sistema de pensiones peruanos no ha funcionado para la gran mayoría de peruanos. Ni el que administra la ONP, ni el de la AFP. Y esto no porque ambos en estricto hagan mal su trabajo, sino porque los mismos son trajes en el que sólo encajan bien aquellos trabajadores con alta productividad, que pueden percibir salarios que al menos sean el doble del salario mínimo; que puedan desarrollar largas carreras laborales en planilla; y, donde se les puede retener el 10 o 13% de su remuneración para construir su pensión.
Luego, claro, nos encontramos con un problema de divergencia entre las expectativas y la realidad. Esto es, queremos obtener pensiones que se encuentran bastante lejos de los bajos salarios que se han recibido en la etapa activa y de los consecuentes reducidos aportes. A partir de esta brecha es que surgen los ejercicios y ejemplos que han venido circulando por redes sociales, en el que una persona que cada el salario promedio -según el INEI-de 1.674 soles- y donde el aporte mensual es de S/. 167, tiene que aportar durante 94 años para alcanzar una pensión de S/. 1000 soles. Más allá de los supuestos y exactitud del cálculo, uno se pregunta, si es razonable tener ese objetivo de pensión vitalicia tan sólo aportando la décima parte por mes.
Con salarios bajos no se pueden hacer milagros. Ni siquiera el “milagro” de la tasa de interés compuesta alcanza. Ya las rentabilidades de los fondos de la AFP representan 2/3 del total acumulado, gracias a rentabilidades históricas del 10%. Las AFPs han hecho su chamba de gestionar los activos con eficiencia, sujeto a la supervisión rigurosa de la SBS. Pero, si uno quisiera tener mejores pensiones en las condiciones actuales se requieren dos acciones difícilmente implementables con salarios bajos: subir la tasa de aporte y/o retrasar la edad de jubilación. Bueno, también se puede hacer otra cosa: reducir las expectativas de pensiones a recibir. Eso, evidentemente, tampoco es fácil y, muy probablemente, políticamente inviable.
Todo lo anterior ha llevado a muchos peruanos en redes sociales y diferentes medios a abogar por la desaparición de los sistemas de pensiones en el Perú. “Si las pensiones que se obtienen con los bajos ingresos en el Perú son tan miserables, para qué tener un sistema de pensiones”, decía alguien en redes. Otros argüían que dado las prioridades en educación salud y alimentación, “las pensiones no debieran ser una prioridad ni para las familias ni para el Estado”. Yo discrepo abiertamente de ambas aproximaciones radicales. No soy yo, por supuesto, para decir que es lo más prioritario para una familia, e incluso para el Perú. Pero, lo que sí es una verdad que no podemos eludir es que se estima que la población mayor de 60 años que hoy representa poco más del 10% casi se triplicará en tres décadas. Familias con menos hijos -y más mascotas- y una esperanza de vida donde la vejez será larga y donde convivirán por más tiempo abuelos, bisabuelos y tatarabuelos a quien asistir, hará que las redes familiares -el “sistema de pensiones” tradicional por excelencia- colapse. Los perros y los gatos no van a pagar tu pensión. Por tanto, repito, no sé si se las pensiones son la mayor prioridad, pero sí es una prioridad. Y por la naturaleza del fenómeno hay que atajarlo hoy.
¿Y cómo se ataja el problema? Para enfrentarlo en serio, se requiere líderes políticos que hoy no tenemos. Pero supongamos, como lo hacemos lo economistas, que sí hay políticos capaces de impulsar una verdadera reforma de pensiones. Lo primero a realizar es un ejercicio de sentido común y de consenso: definir que pensiones queremos/podemos y cómo se va a financiar. Este ejercicio debería hacernos caer a todos en razón que la pensión está estrechamente relacionado al salario en actividad. Y que más pensión significará ahorrar más con el salario actual. Luego, a esa ecuación, podemos añadir lo que puede y debe aportar el Estado para financiar esa pensión. Pero, no nos engañemos: el Estado somos nosotros y los impuestos que pagamos. Y, si se quiere una mayor pensión, hay que poner claramente en evidencia los gastos que se tienen que disminuir y/o los impuestos a incrementar.
Una vez que clarifiquemos lo anterior ya podremos pensar en definir la pensión básica (universal o focalizada), pensiones mínimas, capital semilla, pensiones por consumo, entre otras iniciativas. Pero se requiere un consenso matemático básico que modere las expectativas sobre las pensiones que se quieran obtener. No se equivoca Milton Friedman cuando decía que “no hay lonche gratis”. No hay.
Mientras tanto, el sistema de pensiones se encuentra claramente en jaque. El séptimo retiro aprobado, ha dejado la sensación de que esta pésima política pública ha llegado para quedarse y que seremos testigos de más retiros próximamente. En este contexto de irresponsabilidad y populismo congresal, toca llamar a los pocos líderes políticos que nos quedan en el Ejecutivo y en el Congreso a que coloquen otra vez dentro de la agenda de política la necesidad de impulsar una reforma pensionaria antes del 2026. O sino, quien sabe, quizás nuestras mascotas si pueden pagar nuestras pensiones.