David Tuesta

Más allá de las típicas funciones que la teoría le asigna al Estado, sin duda la más importante es la de facilitar, con eficiencia y justicia, las interacciones sociales y económicas de los miembros de una sociedad. Este rol, que no es otra cosa que el de proveer las adecuadas instituciones que fortalecen el contrato social entre este y sus ciudadanos, depende en gran medida de que los recursos concedidos a través de los tributos sean bien utilizados.

Un gasto estatal ineficiente tiene serias consecuencias sobre las pérdidas de productividad del país, disminuyendo las posibilidades de progreso. De acuerdo con la literatura, la ineficiencia del gasto puede ser de carácter técnico o de asignación. El primero está relacionado con la falta de pericia o conocimiento para gastar en las funciones que son necesarias para su funcionamiento como en salarios de los empleados públicos, obras públicas, compras de bienes y servicios, y transferencias. Lo segundo en cambio, está más en línea con la mala decisión de gastar en funciones con retornos bajos o negativos respecto a otras que permitirían que una sociedad se beneficiara más.

El BID (2018), calcula que la ineficiencia técnica del gasto en el Perú representa el 2,5% del PBI anual. Esto lo atribuyen al pago de sueldos por encima de su productividad; las formas inadecuadas en el proceso de compras e inversiones públicas; las filtraciones de las transferencias en programas sociales; y, la corrupción que cruza transversalmente a todo lo anterior. En el caso peruano, las compras e inversiones públicas concentran la mayor parte de esta ineficiencia, representando casi el 70%.

En cuanto a la ineficiencia asignativa en el Perú, hay varios ámbitos para la reflexión de las políticas públicas y de los costos de oportunidad que estamos acumulando en nuestro perjuicio. Un primer aspecto es el de la mala asignación de recursos en términos generacionales, es decir entre “jóvenes y viejos. Hoy en el Perú el gasto del Estado para la jubilación y salud asciende a poco más del 6,0% del PBI, pero como consecuencia de la mayor esperanza de vida y la propia inercia de los gastos, estos se duplicarán en cuatro décadas.

Las decisiones de política que llevan a destinar recursos excesivos en transferencias sin reparar en el descuido sobre los gastos en capital físico y humano suelen ser otra fuente de mala asignación. De acuerdo con el BID (2018), un incremento de 1 punto porcentual en el gasto en inversión pública aumentaría el nivel del PIB a largo plazo en más del 8%, mientras que, si el gasto social se incrementa en detrimento de la inversión productiva, el crecimiento de largo plazo disminuye. Así mismo, sabiendo la importancia que tiene la inversión en capital humano, se hace también relevante reflexionar sobre cómo se asigna el presupuesto público para el capital humano. Las investigaciones demuestran que no importa tanto el presupuesto que nominalmente se destina a educación, ni indicadores como los años de escolaridad, sino más bien la calidad; y no sólo esto, sino la manera que este se distribuye a los largo del ciclo de vida. En el Perú el presupuesto público sobre gasto en salud, aprestamiento y educación entre los 0-5 años, se ve muy perjudicado respecto a los gastos en el resto de etapas educativas, cuando es la más tempana las que brinda mayores retornos por cada sol invertido.

El caso de Petroperú, que otra vez vuelve a escandalizarlos, consolida el ejemplo de un problema de ineficiencia del gasto desde el punto de vista técnico como asignativo. En cuanto al primero, el gobierno ha demostrado que se ha involucrado en una actividad bajo una gestión altamente cuestionable a los largo de los años, con una gobernanza tan gris y sin rendición de cuentas, que no ha podido gestionar sus finanzas de forma mínimamente razonable. Respecto al segundo, los recursos desperdiciados por Petroperú bien pudieron haberse utilizado para ser invertidos en capital físico y humano. De acuerdo con cálculos de Diego Winkelried, desde el año 1990, la petrolera estatal ha sumado pérdidas acumuladas de más de 22 mil millones a soles constantes del 2022. Una falta de respeto absoluto y continuo a los peruanos.

Así, si nuestra clase política quisiera reconstruir de verdad el contrato social con los peruanos, debería deshacerse de Petroperú inmediatamente. Hacerlo sería un mensaje claro y potente de que el Estado se preocupa por el bienestar ciudadano, destinando más recursos para combatir la pobreza la educación y la seguridad en las calles. ¿Quién se podría oponer a esta decisión? Sólo pequeños grupos de interés con ideologías obtusas que siguen insistiendo en el absurdo argumento del “sector estratégico”, cuando la única estrategia vista hasta ahora es la de empobrecernos más. No podemos dejar que estos sigan deteniendo el progreso del país.