Claro, no fue una fuerza extranjera la que nos invadió, pero las casi dos décadas de conflicto armado interno o ataque terrorista destruyeron el país –literalmente, tanto por la destrucción de infraestructura física como por la imposibilidad de construirla en las zonas afectadas–, minaron la confianza y el bienestar de los peruanos y, por supuesto, tomaron la vida de alrededor de 70.000 personas, según cálculos de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR).
¿Cuál es la relevancia de este tema para la gestión pública hoy, más de dos décadas transcurridas desde que logramos retomar una senda de modernización? Solo pensar en la cantidad de peruanos afectados hace que el tema sea por supuesto importante, más aún en un momento cuando nos está costando como nación encontrar espacios de diálogo y construcción de memoria. Hoy solo quiero destacar dos aspectos: 1) desarrollo territorial y 2) reparaciones.
Sobre las reparaciones, en el 2005 se promulgó la Ley 28592 que creó el Plan Integral de Reparaciones (PIR), una comisión y un consejo. En principio, merecedora de aplausos y un avance, lo cierto es que privilegió la reparación individual y familiar antes que la colectiva y comunitaria, a pesar de esfuerzos recientes. Siendo que una parte importante de las localidades afectadas por la violencia correspondía a comunidades campesinas, si por lo menos una evaluación de la efectividad de una política de reparación colectiva habría venido a pelo.
Y, además, hubiera encajado muy bien con un enfoque de desarrollo territorial, que tiene como eje de acción una mirada comprehensiva de un espacio. Pero las miradas comprehensivas del territorio son complicadas para un Estado fragmentado.
Sobre el desarrollo territorial, es preciso recordar que las peores acciones de violencia se concentraron en regiones alejadas del centro limeño y moderno –el atentado de la calle Tarata fue la excepción más notable–.
Más allá de la comprobación de los distritos en estado de emergencia en esos años en el diario oficial, se cuenta con la evidencia de que el Censo Nacional Económico de 1993 dejó de censar a un tercio de los distritos del Perú; la mayoría de ellos ubicados en la sierra –centro y sur– y en la selva. Si bien el proceso de descentralización iniciado en el gobierno de Toledo podría haber sido interpretado como la promesa de más recursos para las regiones, también es cierto que, al descentralizar, quedó soslayada la falta de priorización explícita de las zonas afectadas por la violencia y la urgencia de su reconstrucción.
Más aún, el proceso de descentralización ha mostrado más problemas que realidades, si solo juzgamos por el número de presidentes regionales procesados por corrupción. No hemos podido con la reconstrucción de Pisco, tampoco con la Reconstrucción con Cambios y menos con un plan de desarrollo de infraestructura en las zonas afectadas por la violencia hace más de 20 años. Ese hubiera sido nuestro Plan Marshall.
Otro tema pendiente que requiere seriedad de un país que aspira a la modernidad.