Te subes a un taxi por aplicación pensando en llegar tranquilo a casa y terminas asaltado. Das tu adelanto para comprar en planos tu primer departamento que se ve espectacular, y un año después, lo único que queda es el mismo cartel del promotor inmobiliario lleno de polvo y nadie contesta tus llamadas. Estos dos escenarios no se dan en la mayoría de los casos, pero cuando ocurren, tienen un gran impacto en el bienestar del consumidor final.
En este tipo de casos te preguntas dónde está el Estado para garantizar que los bienes y servicios que ofrecen las empresas privadas se entreguen en forma debida. Nuestros legisladores suelen utilizar mecanismos administrativos para intentar corregir este tipo de faltas. En algunos casos se trata de controles previos y otras veces se trata simplemente de registros de sanciones.
En ambos casos, la efectividad de estos controles está íntimamente asociada al verdadero músculo supervisor del Estado, que todos sabemos hace mucho no pasa por el gimnasio. Pensemos en la reciente ley que busca regular los taxis por aplicativo. El foco de la norma es darles paz mental a los usuarios de este servicio, frente a una aparente desatención de parte de las empresas en seleccionar y supervisar a sus choferes, quienes a su vez podrían en lugar de llevarnos a nuestro destino, asaltarnos o algo peor. Para ellos se exige un registro administrativo de empresas ante el Ministerio de Transportes y Comunicaciones, además deben reportar mensualmente quiénes son los chóferes que están registrados en sus flotas. Asimismo, se les hace solidariamente responsables frente a daños causados por los choferes.
Para algunos, no tiene sentido que el Estado regule estas nuevas actividades que funcionan relativamente bien, y deje intacta la parte informal de este sector. Si esa fuese la forma como actúa el Estado, ninguna actividad estaría regulada. Debemos exigir dos cosas: (i) que la regulación no sea absurdamente engorrosa y costosa que desincentive la actividad formal, y con ello promueva mayor actividad informal, y (ii) que permita compensar adecuadamente el daño generado.
Todas estas garantías al consumidor dependen de la autoridad que supervisa y obviamente de la debida diligencia de las empresas. En efecto, las empresas líderes del mercado ya fueron mucho más allá de la norma y han adquirido pólizas de seguro que indemnizarán a los afectados en caso de robo o se harán cargo de gastos adicionales de curación en caso de accidentes. Esto nos debería llamar a la reflexión y pensar que cada vez que el Estado establece una garantía a favor del ciudadano o de una empresa, de repente el mecanismo del seguro podría reemplazar con mayor eficacia la voluntad del legislador de proteger.
Pensemos en el otro ejemplo con el que inicio esta columna. Usted pone un adelanto para comprar su departamento y pasa el tiempo y nadie responde. ¿Quién responde? Si el Estado vía una ley pide que se registren reclamos ante Indecopi, ¿de qué me sirve ese registro? Queremos garantías estatales, pero preferimos indemnizaciones privadas.