Es un periodo extraordinario el que vivimos en la transición de una sociedad industrial a una civilización digital, que ha llevado a mayores oportunidades, pero a costa de una mayor inestabilidad laboral. Ya no existe lo que en la época de nuestros abuelos se llamaba el empleo asegurado para toda una vida. Sociedades de consumo que nos han permitido mayor acceso, pero también una mayor ansiedad por lo material. La digitalización empodera al individuo, reduce barreras y acerca personas. Pero como dice la frase “con un gran poder viene una gran responsabilidad” y ahí el meollo del problema. En una estructura social, donde en busca de la eficiencia y el empoderamiento del individuo a costa de la eliminación del intermediario a quien se le ve como un mal innecesario el remedio, removerlo, puede ser peor que la enfermedad, y nuestro sistema político nos ajeno a esto.
Las demandas de transparencia y expectativas de solución a nuestras necesidades por parte de las clases políticas y económicas han incrementado con la expansión de las redes sociales, decantando en una población que hoy se encuentra sobre noticiada y sub informada, y que bajo la ilusión de una falsa cercanía le lleva a pensar que está directamente discutiendo con el presidente de un país porque puede entrar a su cuenta de Twitter. El googlear es darle poder a un algoritmo cuya función principal es alimentar nuestros sesgos de confirmación para que las visitas a su página web sean más recurrentes. La aparición de una herramienta tecnológica que, literalmente, en la palma de nuestra mano es una ventana al mundo y su facilidad de navegación, el smartphone, conlleva a una convivencia con un tsunami interminable que dura 24 horas.
A su vez, queremos nuestras noticias al minuto y las queremos fácil de leer o en audio, no hay tiempo para leer un artículo completo. La facilidad para la generación de contenido termina dificultando la capacidad de discernir entre el ruido y lo relevante, facilitando que confundamos data por información y terminemos abrumados y sesgados. Acabamos seleccionando lo que nos hace sentido, que en muchos casos refuerza nuestros sesgos, elimina la necesidad de indagar la veracidad y da mayor espacio a la forma más básica del conocimiento humano: la opinión; y deja de lado la necesidad de empatía en el dialogo. En la política, esta ecuación contribuye a la degradación de los partidos políticos, ya que son los interlocutores que se perciben como innecesarios.
¿Por qué es clave la degradación de los partidos políticos? Primero, no debemos tratar una elección como si fuera una tomografía de la opinión popular o una encuesta general, veámoslo por lo que es: un acto de gobernabilidad en el cual la ciudadanía heterogénea toma una decisión política. Una elección es la demostración viva de la concordancia en una sociedad y no debería ser vista como un acto de consensos. Segundo, la manifestación de la decisión política expresada en el resultado de una elección solo puede ser equilibrada cuando es producto de un proceso de articulación. Este proceso, dentro de una democracia, se desarrolla a través de los partidos políticos. Son ellos que articulan las corrientes de opinión en una dirección u otra, y en esa articulación se encuentra la base de la estabilidad democrática. Cuando la apatía ciudadana cede espacio a grupos de interés dentro de un partido estos pierden el arraigo que le da la estabilidad democrática y abre espacio para que sean usurpados por grupos económicos o por caudillos que le dan nombre al partido.
¿Cuál es el rol de intermediario que cumple un partido político? En antaño el partido político, a través de su proceso interno, definía a sus candidatos y liderazgos. Era donde las corrientes políticas se discutían entre sus miembros y una ideología política dominaba el rumbo del partido. Era un filtro de candidatos. Ese filtro ahora somos nosotros, los votantes, pero no hemos tomado conciencia aún de ello.
En el Perú, en las elecciones 2021 hubo 24 candidatos a la presidencia vs 7 en las elecciones de 1985, probablemente las ultimas elecciones donde los partidos políticos existían como intermediarios. Cada uno de estos 24 partidos presentaron 34 candidatos para el congreso por Lima, es decir, el elector tenía que escoger entre 816 candidatos para Lima. La foto final del congreso son 130 congresistas divididos en 11 partidos y 1 un grupo de independientes. En 1985 eran 180 diputados y 60 senadores, representado 5 partidos políticos. Es decir, hemos incrementado el volumen de candidatos, pero no hemos mejorado la calidad necesariamente.
¿Por qué no la hemos mejorado? En parte porque nosotros, ciudadanos empoderados no hemos asumido nuestro rol de filtro, y en la búsqueda por disciplinar a la clase política la hemos debilitado. Me explico, en el 2017, liderados por un presidente populista y por una frustración con el congreso dominado por Fuerza Popular, a través de un referéndum, aprobamos la no reelección de congresistas y votamos en contra de la bicameralidad. El efecto de esta decisión fue desincentivar a quienes querían hacer carrera en política y facilitar la entrada de personas que solo buscan impulsar sus intereses personales. ¿Quién con 45 años y una familia dejaría su trabajo para ir al congreso sabiendo que 5 años después se encontraría sin posibilidad de renovar su contrato laboral (por no reelección) y con 50 años buscando empleo? Muy poca gente.
A su vez, al no aprobar la bicameralidad mantuvimos un mandato poco claro donde el congresista es elegido por un departamento, pero tiene mandato nacional. Esto último es usado por algunos congresistas para viajar a departamentos diferentes de los que los eligieron e inclusive al extranjero durante su semana de representación. En lugar de fortalecer el sistema político votando, por ejemplo, por definir distritos electorales donde, basado en tamaño de población, se elija a cierto número de congresistas y a su vez restablecer la bicameralidad para separar el mandato local del nacional, hemos contribuido con nuestro voto a debilitar el sistema. Infligimos más daño en avalar el cierre del congreso en el 2018, facilitando el abuso de la cuestión de confianza y, luego en el 2021, la apatía, el COVID y el voto en contra nos llevó a deteriorar aún más nuestra imperfecta y débil democracia.
Para solucionar un problema, primero hay que reconocerlo: hemos sido un mal filtro. El intermediario político del pasado, los partidos políticos, tenían una función y el transferir esa responsabilidad al votante no ha mejorado la oferta política. Reflexionemos pensando que es necesario para atraer a los mejores talentos al estado. Un primer paso es reconocer que decir “que se vayan todos” no es una solución. Segundo, que no hay solución fácil. Tercero, que debemos recuperar la convivencia.
Para ello, necesitamos un nuevo contrato social basado en concesos universales que permiten la convivencia como son: apoyar una democracia liberal, apoyar un sistema de mercado, apoyar la búsqueda de puentes para la movilidad social dentro de una sociedad, la búsqueda de una paz interna y el respeto al sistema de derecho. La convivencia es esencial para una democracia, porque de otra manera no podemos aceptar que no existen verdades absolutas y sí ideas válidas para el desarrollo común desde ópticas diferentes en permanente simbiosis. Para ello necesitamos “que se involucren todos” y eso no lo vamos a lograr desde nuestros grupos de WhatsApp ni en nuestros chats de Twitter.