El Perú está cerrando un año que ha tenido a la minería como uno de sus principales protagonistas. Desde que llegó al poder, el gobierno de Pedro Castillo parece empeñado en frenar el desarrollo de un sector que explica el 60% del valor de nuestras exportaciones, contribuye con cerca del 10% del PBI, beneficiando -directa e indirectamente- a millones de peruanos, y significa para el Estado alrededor del 16% del total de su recaudación. En fin, está haciéndole un daño inmenso a una actividad fundamental para la economía del país.
La enorme incertidumbre que despiertan sus mensajes y señales contradictorias en torno a la asamblea constituyente, la estatización de los recursos naturales y sus planes de elevar aún más la carga tributaria minera ha contribuido a ahogar un flujo de inversiones ya golpeado por la tramitología y los conflictos sociales. Para no hablar del bochornoso papel del MINEM en la crisis de Las Bambas, la amenaza de la premier Mirtha Vásquez de cerrar minas en Ayacucho y las notables sacadas de cuerpo del Ejecutivo frente a los bloqueos e incidentes de violencia que afectaron las operaciones de Antamina, Apumayo, Cerro Lindo y Anabi.
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Es innegable que el Gobierno muestra una actitud hostil contra las mineras. A ello se suma la falta de credibilidad de la actual gestión, el ruido político y la caída de las expectativas sobre el rumbo de la economía (la más baja en 30 años), que también retraen las decisiones de inversión. Es difícil sobrestimar cuánto le cuesta al país esta situación en términos de movimiento económico, sobre todo en las regiones mineras.
De acuerdo con el último reporte del MINEM, hay 43 proyectos mineros pendientes de construcción por un monto de inversión que superaría los US$ 53.000 millones, pero la realidad es otra. Apenas 15 tendrían posibilidad de concretarse, reduciendo la cifra a menos de US$ 20.000 millones. El resto está paralizado o tiene graves problemas de viabilidad (como Tía Maria). La cruda verdad es que después de Quellaveco, que iniciaría operaciones en el 2022, no hay otros grandes proyectos en fases avanzadas en el horizonte.
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Resulta paradójico que esto ocurra mientras que el mundo atraviesa por un periodo de buenos precios internacionales, a tal punto que ya se escucha hablar de un nuevo “superciclo de los metales”. Estas circunstancias generan varios efectos positivos. Sobresalen los vinculados al crecimiento del PBI, de las exportaciones y la recaudación fiscal, pero también hacen más atractivos los proyectos mineros para el inversionista. Esta afortunada coyuntura debiera ser aprovechada mientras dure para sacarlos adelante.
Han sido sin duda muchos los errores que nos han llevado hasta aquí, y cada proyecto frustrado o por frustrarse representa una oportunidad perdida para un país que hoy, más que nunca, necesita de inversiones, empleo y tributos. El Perú tiene potencial para duplicar su producción minera, y dejar pasar la ocasión para destrabar inversiones mineras por razones ideológicas sería una irresponsabilidad mayúscula.
El factor político que dominó la escena en el año que termina seguirá jugando un rol determinante, pues varias de las reformas que busca implementar el Ejecutivo para la minería tendrán que pasar por el Congreso. Además, los comicios para elegir nuevas autoridades de los gobiernos regionales y municipales están a la vuelta de la esquina. Ojalá hayamos aprendido la lección y no nos volvamos a disparar al pie.
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