La década del 1980 en América Latina fue calificada por la CEPAL como la “década perdida” por los malos resultados de la región en su conjunto. Los principales indicadores económicos de los países latinoamericanos se reflejaban en estancamiento de la producción y el desencadenamiento de procesos de alta e hiper inflación. Salvo Chile, que había iniciado reformas estructurales pro-mercado en los setentas, la mayoría de los países había seguido las recetas económicas de los economistas desarrollistas como Arthur Lewis, Hans Singer y, sobre todo, Raúl Prebisch y su equipo de la misma CEPAL.
Esta visión del desarrollo postulaba, desde los 50s en adelante, que los países en desarrollo debían crecer sobre la base de sus mercados internos sustituyendo sus importaciones por producción doméstica, aunque para ello se recurriera a medidas de corte proteccionista. Para ello era necesario restringir el comercio exterior con prohibiciones, aranceles, cuotas y otras medidas administrativas y subsidiar los costos de producción interna a través de tasas de interés controladas, tipo de cambio por debajo de su nivel de equilibrio, tarifas eléctricas y otros servicios públicos por debajo de sus costos de provisión, entre otras medidas.
Las políticas fiscales fueron claramente expansivas y generaron crecientes déficits fiscales que eran financiados por producción masiva de dinero por parte de los bancos centrales y por financiamiento externo mientras no se excedieron los límites razonables de cualquier endeudamiento. A más expansionismos fiscal, mayor déficit público, mayor consumo de divisas, mayor emisión de dinero, mayores precios y mayor demanda de políticas que beneficiaran a más intereses particulares. A partir de 1982 en adelante los países de América Latina -el primero fue México- empezaron a declararse incapaces de pagar sus deudas externas debido a su débil capacidad de crecimiento, el agotamiento de sus reservas internacionales, así como la disminución de su recaudación tributaria.
El Perú en el año 1990 era un país con una economía destruida e inviable.
La inflación acumulada en los 5 años previos superaba los 2 millones por ciento, la recaudación fiscal no alcanzaba ni para cubrir el gasto corriente público, las reservas internacionales netas -el ahorro de la abuelita- eran negativas, más de la mitad de los peruanos eran pobres y el ingreso per cápita promedio era menor en términos reales que 5 años antes.
Ante la crisis económica en la región, consecuencia del modelo de desarrollo económico “hacia adentro”, los economistas y analista internacionales pronto llegaron a la conclusión de que era necesario hacer ajustes profundos en las políticas; partiendo por equilibrar el presupuesto público para no gastar más de lo que se puede y aumentar los ingresos. Para ello era necesario cortar gastos no necesarios, mejorar la eficiencia del sistema tributario simplificando el número de impuestos y optimizando las tasas impositivas y transferir la actividad empresarial del estado -que era altamente deficitaria- al sector privado.
En la relación con el mundo, los países debían abrirse al comercio internacional, atraer la inversión extranjera directa, y unificar y liberar el tipo de cambio. En general, la economía debería desregularse y abandonar la política de dirigir el crédito y controlar las tasas de interés. Todas estas medidas recomendadas desde la academia, así como por el FMI, el Banco Mundial y el BID, fueron resumidas en el término “Consenso de Washington” acuñado por el Economistas John Williamson.
El Perú fue, a partir de 1990, un alumno disciplinado en la aplicación de estas y otras medidas con buenos resultados macroeconómicos: se ha crecido más que nunca, se ha reducido la pobreza a más de la mitad, ha desaparecido la inflación generada por la emisión de dinero descontrolada, se ha incrementado la recaudación fiscal, y los productos peruanos inundan los mercados internacionales.
Sin embargo, existen todavía, más allá de los resultados macroeconómicos exitosos, alguna características de nuestra economía que la alejan del ideal del bienestar que anhelan los ciudadanos. En particular, los servicios del Educación, Salud y Agua y Saneamiento -que los financian y proveen el sector público predominantemente- son muy deficientes no solo en cantidad sino, sobretodo, en calidad, lo que nos pone a la zaga latinoamericana en estos tres sectores. El empleo de la población sigue generándose principalmente bajo condiciones de informalidad, que se refleja en que en regiones como Puno o Cajamarca casi el 100% del empleo se de al margen de beneficios laborales mínimos. Han emergido trabas burocráticas y ambientales que desalientan la inversión privada formal en cada vez más sectores
Debemos construir un nuevo consenso en políticas públicas que recoja nuestra propia experiencia de las últimas tres décadas. Se hace imperativo implementar la carrera pública profesional y meritocrática en los tres niveles de gobierno; repensar la descentralización para reconfigurar nuestro territorio en divisiones de mayor escala y con mayores responsabilidades hacia los ciudadanos; migrar hacia modelos de gestión de servicios básicos -salud, educación, agua- que incorporen al sector privado de manera decidida (provisión privada con financiamiento público-privado); simplificar y actualizar la legislación laboral para que se favorezca la creación de empleo de calidad; revisar y simplificar la “tramitología y permisología” pública con el fin de facilitar la inversión en creación de riqueza preservando el ambiente y la cultura. Todas estas reformas económicas -y otras- deben venir acompañadas de reformas políticas que consoliden nuestras instituciones democráticas, así como de reformas en la administración de justicia. De otro modo, seguiremos en la ruta del estancamiento e inercia que estamos registrando en el último quinquenio.