Ilustración: Giovanni Tazza.
Ilustración: Giovanni Tazza.
Luis Miguel Castilla

Hay razones para pensar en una recuperación económica más vigorosa. En primer lugar, la convergencia de la inflación al rango meta aliviará el poder adquisitivo de los hogares peruanos. Lo anterior acelerará la reducción de la tasa de interés de referencia e impulsará el crecimiento del crédito al sector privado. El debilitamiento del fenómeno de El Niño global será también un respiro para sectores que fueron duramente golpeados el año pasado. Tercero, las principales economías industrializadas estarían logrando reducir la inflación sin generar una recesión global. Además, la transición energética, intensiva en metales críticos como el cobre, augura un incremento estructural de la demanda de nuestro principal producto de exportación. Por último, es de esperar que, tras un primer año de gestión, gobernadores regionales y alcaldes logren una mayor ejecución de sus presupuestos asignados a la obra pública.

Todo lo anterior, más avances en la simplificación administrativa anunciada por el gobierno –y, ojalá, menos promesas antitécnicas como el incremento del salario mínimo o mensajes erráticos respecto al futuro de Petro-Perú–, debería ser suficiente para comenzar a dejar atrás el pesimismo y aspirar a retomar mayores tasas de crecimiento. Sin embargo, la pregunta relevante es si estos factores serán suficientes para compensar los riesgos que enfrenta la inversión privada. Desafortunadamente, ante el debilitamiento del imperio de la ley y el aumento de la impunidad, la inseguridad continuará limitando la materialización de emprendimientos privados de toda escala.

Hemos visto con estupor la violencia asociada al crimen transnacional desatada en el Ecuador. Otra pregunta ineludible para nuestro país es, entonces, si estamos en el mismo camino o, peor aún, si este proceso ya empezó hace años, pero sin estar plenamente visibilizado. Esto se puede ver en el avance de las economías criminales en vastos segmentos del territorio sin respuesta efectiva estatal. La minería ilegal, que hoy abarca 85 millones de hectáreas, y la violencia en el corredor minero de La Libertad son síntomas de un país donde la anarquía se impone. Peor aún, la representación de intereses de grupos ilícitos en el Congreso de la República y la captura de ciertas entidades jurisdiccionales que deben perseguir el delito y administrar justicia son ilustrativas de la dimensión del problema que vivimos y de los riesgos que estos acarrean.

Hoy, las familias y las empresas peruanas gastan en seguridad privada igual que el propio Estado. Peor aún, la inseguridad se ha propagado en los últimos años ante la inestabilidad política crónica que vivimos. Según un estudio realizado por Videnza Instituto y LABCo, en los últimos cinco años la extorsión ha crecido en 835%. Este fenómeno se explica por la debilidad de las instituciones que imparten justicia, la inaplicación de la ley, la corrupción generalizada, la proliferación de economías informales y su vínculo con el crimen transnacional.

En un contexto de elevadísima desconfianza hacia las instituciones y de desafección ciudadana frente a la clase política, comienza a evidenciarse una creciente sensación de desprotección y vulnerabilidad que ciertamente atenta contra la integridad física de los peruanos e incrementa la prima de riesgo de invertir en un país que parece incapaz de combatir estos flagelos.

La crisis de inseguridad requiere medidas integrales que solo serán efectivas si se encaran con liderazgo, sin optar por recetas efectistas foráneas, y aplicando reformas profundas al interior de las fuerzas del orden y la administración de la justicia. Sin lo anterior, no será posible lograr una recuperación sostenible ni la tranquilidad a la que debemos aspirar todos los peruanos.

Luis Miguel Castilla es director ejecutivo de Videnza Instituto.

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