La reforma de pensiones de 1993 significó un cambio importante en la manera de atender los riesgos financieros de la vejez. Dejándose atrás el quebrado sistema anterior, los reformadores de la época se decantaron por lo que se conoce como un esquema paralelo, en el que el trabajador decidía por aportar entre sistema de capitalización individual (AFP ) o en el régimen público de reparto (ONP).
Esta construcción del sistema pensionario avanzó entre luces y sombras por un buen tiempo. Si bien se logró mejorar la situación financiera del país, el sistema tuvo que enfrentar las condiciones de una economía altamente informal. ¿Qué implica esto? Que aproximadamente un 70% de la PEA aporta con escasa o nula frecuencia al sistema, lo que no les permite acceder a una pensión o al menos a una que pueda considerarse suficiente.
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Las quejas sobre el sistema se fueron acumulando en el tiempo. La insatisfacción creciente dio pie al surgimiento de políticos oportunistas que primero, por ejemplo, eliminaron el aporte sobre las gratificaciones y, más adelante, introdujeron la nefasta ley que permitió el retiro del 95,5% del fondo acumulado al jubilarse. Con esto, el sistema de las AFP, dejó de dar pensiones, y se elevó el riesgo financiero de los afiliados quienes iban a tener que enfrentar solos la administración de estos recursos durante un largo e incierto período de vejez.
Varios intentos de reforma de pensiones han pasado después de esto; y ya, desde la pandemia, surgió la oportunidad perfecta para los populistas: los retiros anticipados de los fondos de pensiones.
A la fecha tenemos siete retiros a cuesta desde el 2020, sin pronóstico claro de que esta ola se vaya a detener a futuro. Con ello, más de 7 millones de peruanos se han quedado con cero soles en su fondo de pensiones.
El argumento chato de que cada uno administra mejor su dinero -que ha estado detrás de todas estas leyes que han deformado el sistema de pensiones-, no tiene asidero. La jubilación es un riesgo que debe ser enfrentado por un país en su conjunto a través de un mecanismo de aseguramiento social como lo hacen todas las sociedades en el mundo. Seguir la tesis de “bailar solos con nuestro pañuelo”, implica elevar enormemente las externalidades negativas de una sociedad que se avejenta aceleradamente.
Algunos señalarán que, en nuestra economía informal, ya los peruanos enfrentan solos la jubilación. Eso no es del todo cierto. Hoy, los mayores de 60 años representan el 11% de la población, con una esperanza de vida de 73 años. En un contexto en el que la tasa de natalidad registra 2,1 hijos por habitante, el apoyo de las redes familiares todavía funciona. Sin embargo, en poco más de dos décadas, la población mayor a 60 años será del 22%, la esperanza de vida será de 80 años y la tasa de natalidad habrá bajado a 1,7. Sin un sistema de pensiones que resuelva nuestros principales riesgos, estaremos gestando una verdadera bomba social.
La Comisión de Economía del Congreso acaba de aprobar el dictamen para una nueva reforma de pensiones. Viéndola en detalle, es más que evidente que está muy lejos de ser perfecta. Pero ¿en una economía informal como la nuestra, que reforma puede serla? Esta, al menos, parece intentar detener la sangría de los retiros anticipados y poner un coto parcial a la ley del 95,5%. Avanzar con estos dos objetivos, sería un buen primer paso de reformar lo deformado por el populismo.