En plena avenida Canaval y Moreyra, en el corazón financiero de San Isidro, se levanta una mole de 22 pisos construida durante la dictadura de Velasco. El edificio, ubicado en una de las zonas empresariales más caras de la ciudad, se mantiene como un monumento a las obras sobredimensionadas que fueron encargadas con el argumento de la ‘dignidad nacional’, según el argot de los militares de la época en que se construyó.
No es una exageración. Desde un principio la torre le quedó grande a la empresa que buscaba acoger: la petrolera estatal Petro-Perú (por ello, hoy alberga también a las oficinas de ProInversión, las del Ministerio de Vivienda y ofrece otros tantos pisos en alquiler). Según relata el arquitecto Felipe Ferrer en una publicación del Banco Central de Reserva, al momento de definir su construcción “se trabajó con un programa totalmente desproporcionado con las reales necesidades de la empresa con la intención de ser un símbolo de la supuesta independencia económica del país”.
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Ahora, no es que el Estado no sepa que tiene una propiedad millonaria a la que le podría dar mejor uso. Hace casi cuatro años, el entonces ministro de Energía y Minas Gonzalo Tamayo planteó ante el Congreso la posibilidad de vender el edificio.
Ese día, Tamayo declaró en la Comisión de Constitución: “Habiéndose revalorizado de manera significativa los inmuebles, pensamos que es necesario evaluar en serio la necesidad de disponer, vender o mover aquel activo inmobiliario que no forma parte de la actividad central de la empresa”. Su argumento era lógico: no existen razones para que las oficinas de Petro-Perú se ubiquen en esa esquina. La idea, lamentablemente, no tuvo ecos más allá de esa oportunidad.
Visto con cierto afán interpretativo, sin embargo, es quizá esa misma desproporción (la de ocupar un espacio que siempre ha sido tantas veces más grande que el que realmente necesitan) la que ayudaría a entender por qué los directivos de la petrolera pública decidieron promover una iniciativa tan mala como la modernización de la refinería de Talara.
Y es que el proyecto no es solo controversial por su elevadísimo e injustificado costo (US$5.600 millones hasta ahora), sino también por su utilidad. Como bien apuntó un editorial de este Diario la semana pasada, la modernización de la refinería no cerrará ninguna de las muchas brechas urgentes que tiene el Estado (en transporte, educación, salud o justicia).
Además, según Petro-Perú, cuando por fin se termine de ejecutar, la productividad de la refinería aumentará solo en 46%. Es decir, se habrá invertido más de cien millones de dólares por cada punto porcentual ganado en eficiencia.
No es extraño, entonces, que cada vez sean más los especialistas que afirman que la única razón que mantiene la modernización a estas alturas es que resulta más barato terminarla que dejarla como está (algo bastante alejado del “camino de la sensatez y la lógica” que mencionó el entonces presidente Ollanta Humala cuando promulgó la ley que dio paso a este proyecto en el 2013).
Por ello, las declaraciones del contralor Nelson Shack realizadas en los últimos días son bastante pertinentes. Según afirmó el funcionario, la nueva refinería es casi 25 veces más grande que la que existía antes, lo que “va a merecer una investigación exhaustiva no solo desde la perspectiva de una auditoría de cumplimiento, sino también de desempeño que permita analizar la justificación de esta inversión”.
¿Realmente era necesario invertir en este proyecto un presupuesto mayor al que se ha destinado al sector Justicia en los últimos ocho años? Por supuesto que no. Su necesidad y urgencia eran tan grandes como la que existía hace medio siglo cuando justificaron que se construya el edificio más alto de la ciudad por cuestiones de ‘dignidad nacional’.
Al final, lo que dejará la modernización de la refinería de Talara es un nuevo monumento enorme y extremadamente costoso a las malas decisiones del Estado empresario.
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