(Foto: Archivo)
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Esta mañana, el presidente y su gabinete de ministros presentarán lo que quizá es su único legado en materia económica: los planes de competitividad y de infraestructura.

Estos sesudos documentos contemplan objetivos, acciones y plazos que trazan nuestro camino al progreso. Como profesor de Macroeconomía, es imposible hablar de progreso sin hablar de competitividad y de infraestructura.

Los países son exitosos en dar un mayor bienestar a su población gracias a que sus empresas ganan en el terreno global la competencia por dar el mejor producto o servicio.

En buena medida, esas empresas logran ser competitivas porque en sus países la infraestructura no es un obstáculo para ser competitivos sino lo opuesto: les permite ser más eficientes.

Si vuelven a leer el párrafo anterior, tendrían la sensación de que el Estado es invisible, pues ni ayuda ni es un estorbo. En realidad, estamos asumiendo que el Estado está haciendo que esa plomería que debería ser invisible en una economía de mercado funcione correctamente.

El Estado está garantizando el imperio de la ley a través de un sistema judicial predecible. Esa es la manera como se resuelven las disputas o controversias, y no hay ninguna necesidad de usar la fuerza.

Asimismo, el Estado está dando la seguridad a nuestras inversiones. Es decir, no tengo que compartir forzosamente mi rentabilidad y pagar cupos a nadie, no tengo que aceptar los pedidos de coima de las autoridades que deben procesar los permisos que manda la ley. Y por supuesto, no me van a robar cada cinco días mi tienda, y no van a dispararme si no acepto ser asaltado.

La provisión de justicia y seguridad de forma privada es muy compleja de implementar. Además, es tremendamente inequitativa, pues solo aquellos con muchos recursos podrán tener guardianía propia, medidas extremas de seguridad, viviendas vigiladas o con acceso restringido. Lo mismo ocurre con la justicia.

No es fácil reemplazar al Estado en estas tareas. Pero cuando este falla, hasta el emprendimiento más rentable quiebra si es asaltado con frecuencia, o se nos van las ganas de intentarlo si es que nuestras vidas están en riesgo.

Si el Estado no es capaz de dar a las empresas esa base mínima, los planes óptimos de infraestructura y de competitividad son pura ilusión, son ejercicios académicos para llenar nuestra biblioteca de buenas intenciones.

Creo que el Estado debe reconocer que lo que hace no lo hace tan bien y por ello es mejor que se concentre en hacer bien pocas cosas.

El plan óptimo es tener los principios claros en la actuación del Estado: pensar en los consumidores, actuar con integridad y subsidiariedad.

El plan óptimo requiere una mínima permanencia de las autoridades y de los equipos técnicos, de otro modo es imposible avanzar. El plan óptimo –como decían Los Magníficos– es el que se realiza.

El país requiere planes, pero sobre todo requiere estabilidad, y eso no se planea, sino simplemente se ejecuta.