AUGUSTO TOWNSEND K. / @atownsendk
Editor Central de Economía y Negocios
Como se ha hecho habitual, el Gobierno de Ollanta Humala vuelve a sorprender con una reforma indefectiblemente polémica, presentada sin preaviso ni explicación diligente, casi como deseando que sea destruida apenas capture la atención de la opinión pública, es decir, inmediatamente. Pasó antes con la reforma de las comisiones de las AFP, con la afiliación de los independientes a estas, cuando se buscó aprobar inicialmente la reforma del Servicio Civil y ahora que se desarrolla uno de sus aspectos más controversiales: el reajuste de los sueldos de los funcionarios.
Empezaré dejando sentada mi posición con absoluta claridad: estoy totalmente de acuerdo con que se revierta el peor error que cometió el segundo gobierno de Alan García, muestra de su faceta más populista y peligrosa: la decisión del entonces presidente de reducirse él mismo su sueldo y, con ello, recortar en cascada las remuneraciones de toda la burocracia. Pudo haberlo hecho como un gesto individual y voluntario, y nos ahorraba a todos los peruanos el gravísimo drenaje de talento que experimentó el aparato estatal como consecuencia de esa desastrosa medida.
García y los suyos harían bien en reconocer que su desliz ameritaba enmienda, en lugar de seguir rebatiendo testarudamente la conveniencia del cambio. Otros grupos políticos, como el fujimorismo, que en este caso han terminado oponiéndose únicamente porque prefieren eso a mostrar algún tipo de alineamiento con el oficialismo (lo mismo hicieron con la ley del Servicio Civil), demuestran palmariamente que su instinto político prima sobre su sensatez. Deberían mostrar un poco más de grandeza y compromiso con el futuro del país, sobre todo si quieren volver a ser gobierno.
Hay otro grupo que es, en mi opinión, el más cándidamente absurdo de todos: aquel que señala que tan honrado debería sentirse uno por ejercer como funcionario público, que sería hasta indigno pedir una retribución a cambio. Es decir, que en el escenario ideal los ministros deberían trabajar gratis. Los voceros de la izquierda que recurren a este argumento son tan ingenuos que no advierten que puede servir también para justificar que no se les pague a los policías, médicos y profesores, pues ellos también se “sacrifican” por el Estado. Como es obvio, si logran ganar alguna elección los que argumentan esta tontería, se esperará -infructuosamente, presumo- que no cobren ni un sol.
Ahora bien, nada de lo anterior implica que haya que apoyar ciegamente la propuesta del Gobierno de Humala. Como han anotado muchos, en un contexto en el cual se percibe una clara irregularidad en el gabinete y mucha mediocridad en el manejo de temas como la seguridad ciudadana y la educación, es completamente entendible que esta subida de sueldos, a primera impresión, parezca inmerecida y hasta indignante.
Eso pasa porque, inevitablemente, se deduce de lo ocurrido que los actuales miembros del gabinete se han premiado a sí mismos sin haber hecho los méritos. Este cuestionamiento ha venido del Congreso (donde ciertamente no hay autoridad moral para hacerlo), pero es atendible. Quizá pudo haberse dispuesto algún tipo de gradualidad en el cambio, habida cuenta de la animadversión que iba a generar el duplicarle el sueldo a los ministros de porrazo y sin justificación aparente.
Pero, dicho esto, hay que entender que lo que se está haciendo es remunerar mejor al cargo y no a quien lo ostenta. La idea no es premiar a los ministros actuales, sino asegurar que los buenos se queden y que haya suficientes incentivos como para que en el futuro inmediato profesionales competentes se interesen por estos cargos, con todos los aspectos negativos asociados a estos (denuncias penales, riesgos reputacionales, dificultad para recolocarse en el mercado laboral, etc.).
Si hay ministros malos, que no justifican un sueldo bruto de S/.30 mil, deben irse a su casa inmediatamente. En ese sentido, debe quedarle clarísimo a este Gobierno, y a los subsiguientes, que a medida que más se le pague a los funcionarios, sobre todo a los que ejercen cargos de confianza y no pasan por concursos públicos, menor será la tolerancia ante la incompetencia.
Si el cargo de ministro debe ser remunerado de manera competitiva frente al sector privado, que entonces la permanencia se evalúe también con la rigurosidad del sector privado, donde a nadie se le da incontables oportunidades para seguir fracasando.
Hubiera sido mucho mejor, como han sugerido algunos, que se ponga en evidencia la transversalidad de la reforma del servicio civil y que, en lo ideal, sean mejor compensados antes quienes están actualmente en situación más clamorosa. Es verdad que los ministros son menores en número y el reajuste de sus sueldos impacta poco en el presupuesto público, pero el Estado Peruano ha sido históricamente avaro con sus médicos, profesores y policías, por ejemplo. Es injusto que las exigencias remunerativas de algunos sean siempre desechadas con la excusa de que no hay fondos, mientras que las de otros son rápidamente atendidas con la justificación de que hay que ser meritocráticos.
Intuyo que para el común de la gente, la situación es al revés: no dudarían un segundo en negarle un aumento a los ministros “por falta de presupuesto”, mientras que a los médicos, profesores y policías les incrementarían sin cargo de conciencia por la enorme responsabilidad, de cara al ciudadano, que entrañan sus labores. Por otro lado, sería evidente para muchos que no todos los ministros son igual de efectivos en su trabajo o tienen el mismo nivel de responsabilidad, de modo que no se justifica que a todos se les pague por igual.
Necesitamos apreciar más y remunerar mejor el talento en el Estado. Es ineludible para que el crecimiento económico sea sostenible, pues actualmente el aparato público es un lastre en muchos aspectos cuando debería estar, más bien, promoviendo una mayor inversión en el país. Pero dada la trascendencia que tiene la reforma del servicio civil, no podemos darnos el lujo de hacerla (o comunicarla) tan mal que el rechazo consecuente haga dar marcha atrás y encarpete un esfuerzo bienintencionado que merecía mejor suerte.