En los primeros meses del 2020 discutimos hasta el cansancio la necesidad de ampliar la conexión de los ciudadanos con el sistema financiero, la urgencia de la inclusión financiera, sobre todo en el contexto de pandemia. Las razones sobraban: evitar ir a una entidad financiera llena de gente, recibir en tiempo real los bonos del Estado, hacer transacciones sin contacto físico, no intercambiar billetes y monedas, cumplir obligaciones financieras en plena cuarentena, acceder a créditos de emergencia, etc. Todos reconocimos que los servicios financieros eran esenciales para enfrentar la crisis.
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Algo se ha avanzado. El sector privado hizo varias cosas: cuentas digitales que se abren sin ir al banco, cuentas intangibles para recibir fondos de las AFP, billeteras electrónicas creciendo, pagos con códigos QR, además de las reprogramaciones de obligaciones y las colaboraciones con el sector público para la pagaduría de bonos. Los operadores de pago ampliaron sus servicios: más POS, innovaciones para POS virtuales, etc. El sector público también avanzó y articuló acciones con el sector privado para usar cuentas y billeteras móviles para agilizar pago de bonos, diseñó una cuenta digital –cuenta DNI– que trabaja con actores privados, etc. Los reguladores hicieron modificaciones para facilitar procesos y agilizar el despliegue de los servicios financieros y de pagos.
Todo ello contribuye a una mayor inclusión financiera y hay que felicitarlo. Pero a la vez parece que ahí nos quedaremos. Hemos perdido ambición, debate y acciones emblemáticas para seguirnos animando a hacer más.
Las cifras a setiembre de la encuesta de hogares del INEI dicen que el porcentaje de peruanos con una cuenta ha crecido, poco, pero ha crecido (los hombres con cuenta aumentaron en tres puntos porcentuales y las mujeres con cuenta se mantuvieron igual respecto al año anterior); se incrementaron los pagos digitales, pero sobre todo en segmentos modernos; volvimos a ver colas en agencias del Banco de la Nación; y seguimos sin haber aprobado el plan de acción de la política nacional de inclusión financiera (del 2019).
Así estamos, con una agenda enorme de acciones que emprender y sin orden ni plan para hacerlo. Hay asuntos que solo se resolverán si todos los actores del ecosistema actúan juntos. Por ejemplo, urge lograr que los usuarios cambien sus preferencias –y ya no vayan a las agencias de las entidades financieras–, amplíen sus capacidades financieras y tengan confianza en el sistema financiero y en las finanzas digitales sobre todo. Nada de ello puede hacerlo un solo actor, por bueno y comprometido que sea.
Si cada uno hace bien su parte, no será suficiente; tenemos que actuar colectivamente. A pesar de siempre decir que los planes y estrategias quedan en buenas intenciones y que no necesitamos más mesas de trabajo o líderes que se compren el pleito, hoy parece que sí necesitamos algo de ello. Aunque, quizás, el problema al final es que lo que nos falta es compromiso real y perseverancia.
Hoy parece que otra vez nos olvidaremos de hacer la tarea ya acordada, ya discutida, ya diagnosticada, y en la siguiente crisis –o en esta misma– volveremos a lamentarnos de haber hecho tan poco.
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