Pese a la crisis política que atravesamos y el impacto que esta tiene en la imagen del país, recientemente el Perú fue invitado a iniciar su proceso de ingreso a la OCDE, conocida como el “club” de los países desarrollados. Una buena noticia que pasó casi inadvertida, en medio del caos en que nos viene sumiendo este gobierno con los escándalos que todos conocemos y su alto grado de improvisación en el manejo público que está demoliendo la poca institucionalidad que nos queda.
Sin ninguna duda, esto no es mérito de la gestión del presidente Castillo (como han sugerido algunos despistados), sino el resultado de casi tres décadas de buen manejo económico y de los avances de los compromisos asumidos con dicho organismo para cerrar brechas por varios de sus antecesores.
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La OCDE es una de las organizaciones más influyentes del planeta compuesta por 38 Estados, cuyo objetivo es promover políticas que mejoren el bienestar económico y social de las personas alrededor del mundo. Es un bloque que tiene entre sus integrantes a países desarrollados y en vías de desarrollo pero que comparten prácticas comunes que se ha demostrado que favorecen al desarrollo de los países en ámbitos que van desde la mejora del desempeño económico y la creación de empleo, al fomento de la educación y la protección del medio ambiente.
En el campo tributario, tradicionalmente, la OCDE se había ocupado de corregir los problemas de doble imposición internacional derivados de la globalización de la economía, pero a lo largo de los últimos años ha girado su atención hacia la lucha contra la evasión y elusión fiscal de las multinacionales.
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El Perú no ha sido ajeno a estos esfuerzos y, desde el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski, ha venido incorporando en la legislación nacional los estándares requeridos por la OCDE en torno al intercambio de información tributaria, fiscalidad internacional, precios de transferencia y al combate contra la erosión de la base imponible y el traslado de utilidades a territorios de baja o nula imposición.
Aunque un número cada vez mayor de Estados miembros y también no miembros de la OCDE está apostando por esta ola de modernidad tributaria para evitar pérdidas recaudatorias, esto no ha evitado que muchos países de la región estén poco receptivos a introducir este tipo de medidas. Les preocupa que ello pueda afectar su posición competitiva y generar un desincentivo a la inversión extranjera. Pues si bien una de sus prioridades es enfrentar la elusión fiscal de las multinacionales, también tienen la necesidad de atraer capitales para alcanzar su desarrollo, lo que hace más difícil la incorporación y el cumplimiento de reglas tributarias tan estrictas.
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Como han advertido varias voces, por más buenas intenciones que tenga la OCDE, sus recomendaciones no siempre se ajustan a la realidad social y económica latinoamericana. De hecho, parten de la aplicación de criterios técnicos avanzados y de principios que en muchos casos son desconocidos por las legislaciones de países como el nuestro e incluso ajenos a su tradición jurídica constitucional.
Sobre este asunto se ha abierto un interesante debate en ámbitos académicos que aún no termina y que ha cobrado mayor fuerza con el brote de la pandemia, cuyo impacto habría profundizado las brechas económicas y la desigualdad entre los países en desarrollo y los industrializados.
Las estrategias para abordar el problema de fraude fiscal y la elusión de impuestos no deben adoptar un enfoque único. Las diferentes realidades exigirán elegir políticas e instrumentos que se adapten a las especificidades y necesidades de cada país. Así, no solo tendremos más inversión, sino también – aunque sea paradójico para algunos- mayores ingresos tributarios en el largo plazo. Seguir a pie juntillas fórmulas importadas sin sopesar bien todas sus aristas podría ser contraproducente.
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