La semana pasada me enamoré de nuevo de mi agenda Moleskine morada. Durante parte del verano ingresé en la edad moderna organizando mi vida electrónicamente, pero ahora he regresado al método antiguo. Cuando se trata de agendas, las versiones de papel son enormemente superiores a las electrónicas, se mire como se mire.
No se me ocurre otra área en la que se aplique tan claramente esta realidad. El correo electrónico es mejor que las cartas ya que no hay que andar buscando sobres y sellos. Los Mapas Google son mejores que los de papel ya que la calle que uno quiere no está inevitablemente al borde de la página. Y eBay le gana a la calle comercial por muchas más razones de las que puedo enumerar.
Para empezar, cuando se trata de agendas electrónicas hay algo confusamente agobiante en tener los compromisos en una nube. Lo bueno del papel, como ha apuntado el experto organizador David Allen, es que está frente a uno. Yo quiero que mis citas estén frente a mí, o por lo menos en mi cartera. Yo quiero verlas en mi propia letra como mi solemne promesa que voy a hacer lo que he escrito.
Segundo, las agendas electrónicas son más lentas comparadas con las veloces versiones de papel. Para probarlo, reuní a dos grupos de personas y les pregunté lo que tenían planeado para el 30 de octubre. Los integrantes del primer grupo sacaron sus celulares, escribieron una contraseña y entonces comenzaron a golpear el teclado. El más rápido llegó a la meta en 17 segundos, el más lento en 32.
Los integrantes del grupo de papel abrieron sus agendas y fueron directamente a la página en un promedio de ocho segundos. Cuando les pedí que programaran una cita para un almuerzo, la brecha fue mucho más amplia. A mis conejillos de indias de papel les tomó cinco segundos anotar algo, mientras a los que estaban en iPhone les tomó seis veces más tiempo.
Las agendas electrónicas son tan engorrosas que una terapeuta que conozco ha prohibido que sus pacientes las usen en su consulta. Al final de cada sesión ella dice que les enviará la fecha de su próxima cita en un correo electrónico, para evitar tener que desperdiciar su descanso de 10 minutos entre pacientes mientras ellos se embrollan con sus agendas digitales.
Otra gran ventaja del papel es que uno siempre sabe exactamente dónde está. Yo puedo ver un día entero y una semana entera de un vistazo, por lo cual no necesito esos irritantes recordatorios que a Google le encanta enviarme.
No sólo es más rápido el papel y no requiere contraseña, nunca se le acaban las pilas ni se congela, y las cosas no se borran misteriosamente.
Aún mejor es la satisfacción que da el objeto mismo. Cada Navidad me compro una agenda nueva en un color diferente. Las cremosas páginas vacías me llenan de un sentido de posibilidad, una emoción que ninguna página digital, por vacía que esté, jamás podrá crear. Al final del año el maltratado tomo se une a sus predecesores en un estante, esperando un momento en el futuro cuando comience a preguntarme lo que estaba haciendo yo en el pasado.
Pero para mí la mayor ventaja de la agenda de papel es que es privada. Es de extremadamente mala educación meter la nariz en la agenda de otro, todo el mundo lo sabe. Todo el mundo, es decir, menos Google.
Por el contrario, las agendas electrónicas son generalmente compartidas. Las agendas compartidas en las cuales insisten la mayoría de las empresas (incluso la mía) me parecen una invasión de la privacidad más grave que las cámaras de circuito cerrado y Facebook juntos.
Los colegas pueden ver cuándo uno está libre y se deleitan en robar esas horas preciosas con reuniones. Los admiradores del sistema dicen que esta forma de programar reuniones es muchísimo más rápida y fácil que el antiguo tormento de tener que acorralar una docena de personas individualmente. Tienen mucha razón. Sin embargo, debido a que es fácil, el resultado es que uno tiene más reuniones con más personas, lo cual desperdicia más tiempo que el que se gana con la más rápida programación.
Compartir agendas en casa –como lo hacen muchas familias modernas– es el más triste “adelanto” de todos, ya que elimina la necesidad de hablar. Sentarse a discutir lo que todos están haciendo me parece tan importante para la unión familiar como ocasionalmente sentarse a compartir una comida.
No estoy sola en mi desdén digital. Casi todos mis colegas mayores siguen aferrados a sus agendas de papel y también muchos de los jóvenes, sin embargo, a todos les da vergüenza.
En realidad no entiendo por qué. Si algunos prefieren algo que es más atractivo, rápido, confiable y que los pone firmemente en control, ¿por qué es motivo de vergüenza?
Mi pequeña agenda Moleskine morada solo tiene una desventaja. Si la pierdo, estoy en un aprieto. No tengo la solución, excepto que en la práctica esto rara vez ocurre. Soy genial para perder cosas en general, pero nunca he perdido mi agenda. Sería una triste conclusión a esta columna, por lo demás conclusiva, si resulta que he estado tentando al destino.