Hay un tema en el que los economistas y aquellas personas que trabajamos difundiendo y analizando contenido económico no hemos enfatizado lo suficiente. Y si acaso lo hemos hecho, el mensaje no caló tan hondo como esperábamos.
Ocurre que, a pesar de haber sido un asunto presente en el discurso político de los últimos años, muchas personas todavía no entienden la importancia de la fortaleza macroeconómica peruana. En estos tiempos polarizados, sin embargo, esta debería ser protegida con el mismo ímpetu con el que algunos defienden la gastronomía local.
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Hay que tener claro que no ha sido casualidad que el PBI peruano tenga un crecimiento real promedio de 4% en los últimos 20 años y que la inflación haya sido de 2,5% en promedio durante el mismo periodo. Esto fue logrado con décadas de esfuerzo luego de haber aprendido la lección tras el colapso económico de los ochenta (una década que tuvo una inflación promedio anual de 1.286,5%).
Como bien señalaron los economistas Oswaldo Molina y Diego Winkelried en una columna publicada en este Diario hace unas semanas, estamos viviendo en el único período de los últimos 75 años en que la economía peruana se ha mantenido sostenidamente en un estado de alto crecimiento y baja inflación. Llegar a ese punto no ha sido fácil ni gratuito.
Así, dentro del desastre que ha sido la gestión de la pandemia y las pésimas decisiones políticas que arrastra el sector público, hemos tenido dos bastiones defendiéndonos para evitar caer más hondo: el Banco Central de Reserva y el Ministerio de Economía y Finanzas. Sin el comportamiento responsable de estas entidades en las últimas décadas, el país “se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico” (como diría Vargas Llosa).
Y es que todo está conectado. Un manejo ordenado de la economía deja mejores indicadores de ratio de deuda sobre PBI, una mejor calificación soberana, un tipo de cambio más estable y un menor riesgo para atraer inversiones o lograr financiamiento internacional más barato. En otras palabras, trae estabilidad para que el país funcione y se pueda generar trabajo, disminuir la pobreza y cerrar brechas sociales.
El problema es que, lo que no pudo destruir la emergencia sanitaria ni el populismo del Congreso actual, podría tener que enfrentar en unos meses a un Poder Ejecutivo empecinado en atacarla desde adentro. Esa es, al menos, la sensación que deja el ideario y programa de Perú Libre.
Más allá de un plan que en materia económica plantea desarticular un sistema que considera “mercantilista”, nacionalizar las industrias extractivas o anular contratos y cobrar impuestos de hasta 80% por utilidades que ahuyentarán toda inversión privada, el documento señala que buscarán un “cambio en la preferencia por la estabilidad macroeconómica, por un Estado que prefiera la estabilidad microeconómica del hogar”.
Como con tantos otros puntos en el texto del partido de izquierda, la idea no está sustentada. Tampoco se explica de qué manera se alcanzaría un superávit fiscal con esas propuestas o cómo eliminarían el endeudamiento externo. Pero mirar otras medidas planteadas por el partido en el que postula Pedro Castillo permite hacerse una idea de lo que propone.
Según un informe de Videnza Consultores, entre todas las opciones que postularon en las elecciones de este año, el plan de gobierno de Perú Libre es el más caro de implementar (algo insostenible al aumentar el presupuesto público ocho veces el máximo razonable que plantean los escenarios fiscales del MEF). Eso no sorprende, si es que ese mismo partido pretende inflar el presupuesto para destinar el equivalente al 84% de los recursos públicos actuales solo para dos sectores, construir un aeropuerto en cada región del país o impulsar una línea aérea estatal.
Hasta ahora no he encontrado a un economista que defienda el conjunto de propuestas económicas de Perú Libre como herramientas para alcanzar el desarrollo. Y creo que los del partido del lápiz tampoco lo han hecho, pues no cuentan con un equipo técnico para sustentar su plan. Lo que sí queda claro es que, de llegar a la presidencia, ese bastión técnico y responsable que protegió la estabilidad macroeconómica por tantos años tendrá los días contados.
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