Un error o descuido disléxico en una publicación online de Bloomberg desató una breve tormenta en redes sociales esta semana. Según la publicación en el Perú el 1% de personas con ingresos más altos concentra el 42% de los ingresos totales, lo que nos ubicaba como el país más desigual del mundo. Inmediatamente se generó una discusión indignada sobre las causas. Bloomberg corrigió rápidamente el error (el número correcto es 23,7%), pero el malestar quedó.
El Perú sin duda es un país muy desigual. Pero fue sorprendente que en la discusión por encontrar el culpable, pasó totalmente desapercibida la que a mi juicio es la sospechosa más clara: la informalidad.
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La informalidad es indispensable para entender la desigualdad peruana (aunque claramente no el único factor).
Sin embargo, muchas ideas locales sobre la desigualdad han sido importadas de países desarrollados como Estados Unidos, donde ha aumentado rápidamente.
Pero a diferencia de estos países, en el Perú la desigualdad está estancada. Incluso, durante el periodo de crecimiento económico acelerado (2003-2013) hubo una leve reducción en la diferencia en las participaciones de ingresos de los más ricos y el resto, como se nota en el gráfico.
Los factores que impulsan los cambios en la distribución de ingresos en Estados Unidos no tienen por qué ser los mismos en el Perú, u operar igual. Varios economistas que han estudiado el aumento de la desigualdad en Estados Unidos coinciden en que se asocia principalmente a dos factores.
Uno es la combinación de cambio tecnológico con globalización, que ha favorecido las remuneraciones de las personas más educadas (por ejemplo en el sector financiero y en el de software) mientras la automatización y el offshoring han reducido la demanda por el trabajo de personas con menor educación.
Otro es el fenómeno de superestrellas. Las empresas superestrella son compañías que al alcanzar economías de escala globales logran retornos extraordinarios para sus accionistas y ofrecen compensaciones también extraordinarias para sus ejecutivos (Google, Apple, Facebook, son ejemplos obvios). Las superestrellas individuales son artistas, deportistas y otros talentos que también logran un mercado global para sus habilidades y por lo tanto compensaciones igual de altas.
Una muestra del efecto que las superestrellas tienen sobre la desigualdad en Estados Unidos es que la evolución de los ingresos del top 1% en ese país está muy asociada al comportamiento del mercado de valores, porque un porcentaje alto de esos ingresos viene en la forma de compensaciones en acciones para altos ejecutivos y en los retornos de sus portafolios de inversión
Pero en el Perú esas fuerzas no son tan relevantes. Por ejemplo mientras que en Estados Unidos menos del 75% de los ingresos del top 10% proviene del trabajo, en el Perú es 83%. Esta diferencia se amplifica cuando el análisis se reduce al top 5% o 1%.
Esto se ve con más claridad cuando se compara la desigualdad de ingresos (coeficiente Gini) con una nueva medida de desigualdad desarrollada por el economista Marco Ranaldi, la desigualdad composicional. Esta en esencia captura la desigualdad en la distribución de capital, al medir cómo varía la participación de rentas de capital en los ingresos totales de las personas. Según esta medida, en el extremo más desigual los ricos solamente reciben ingresos por rentas de capital y los pobres solamente reciben ingresos por trabajo, y en el extremo más igualitario ambos reciben ingresos de capital y trabajo en la misma proporción.
Como se ve en el gráfico, a pesar de que el Perú tiene una desigualdad de ingresos muy alta, tiene una desigualdad composicional relativamente baja para ser un país latinoamericano, parecida a la de Suecia, España o Francia. La distribución del capital no parece ser el problema central del Perú, sino la desigualdad en los ingresos del trabajo.
Y ahí es donde entra la informalidad. Según datos del INEI, el salario promedio formal es 2,7 veces mayor que el informal. Incluso entre empresas del mismo tamaño la brecha es grande: las mypes formales pagan 2,4 veces más que las mypes informales. Esta diferencia es enorme, es casi equivalente a la que existe entre el tercio inferior en la distribución de ingresos y el tercio superior.
Además, la informalidad impone un techo salarial casi imposible de superar, por lo que condena al estancamiento: solo el 3,9% de los trabajadores informales gana más que el salario promedio formal, comparado con el 34% de los formales que superan ese nivel.
Si realmente nos importa la desigualdad, lo que tenemos que atacar es la informalidad.
Pero demasiadas de las medidas propuestas recientemente van en la dirección contraria (desde el nuevo régimen laboral agrario hasta los topes en las tasas de interés). A esto se le suma un mercado laboral disfuncional, que penaliza la formalidad por doquier, y un sistema tributario que subsidia a las empresas pequeñas y semi-formales.
Para la izquierda reducir la informalidad debería ser una de las banderas centrales en un programa igualitario. Para la derecha una pieza clave en el esfuerzo por mejorar la productividad y el crecimiento. Muchas de las políticas para reducir la informalidad pueden lograr la inusual combinación de mejorar equidad y eficiencia.
Si no estamos dispuestos a hacer algo con la informalidad, no nos podemos quejar de la desigualdad.
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