¿Cómo asegurar que lo avanzado con tanto esfuerzo en las últimas dos décadas no se pierda? ¿Basta el crecimiento económico para hacer sostenible nuestro desarrollo? Sin duda, este es fundamental para reducir la pobreza y lograr inclusión social, pero no asegura per se nuestro desarrollo como nación. Y no puede hacerlo por la precariedad de nuestras instituciones que nos convierte en tierra fértil para la corrupción, el lavado de activos, la impunidad, el narcotráfico, el sicariato, la inseguridad, la economía ilegal, la desigualdad y la injusticia.
El Perú de los últimos años muestra esa gran paradoja: por un lado, el celebrado crecimiento económico; por el otro, un grosero desplome de valores y principios éticos que afectan nuestra gobernabilidad y democracia. Tengamos cuidado: estamos insertos en un mundo en constante cambio, no solo científicos y tecnológicos, sino demográficos, sociales y humanos. Cada vez habrá más ciudadanos, consumidores, líderes de opinión, medios de comunicación, redes sociales y comunidades –nos guste o no– que harán sentir su poder en cuestiones que consideran inaceptables.
Las investigaciones de James Robinson, reconocido profesor de Gobierno de la Universidad de Harvard y coautor del libro “Por qué fracasan las naciones”, demuestran que los sistemas políticos eficientes y las instituciones sólidas son los factores más importantes para que las naciones logren paz, estabilidad, cohesión social e igualdad de oportunidades.
Aunque resulten incómodas, conviene hacernos algunas preguntas: ¿cómo sería hoy el Perú con instituciones creíbles, resultados judiciales predecibles, una Policía Nacional confiable, un Congreso eficiente, partidos políticos sólidos, una burocracia ágil y sin ‘tramitología’. Con medidas que alienten la formalidad y la economía legal, con reglas de juego estables que promuevan la generación de empleo? ¿Cuánto más hubiéramos crecido?, ¿cuántos millones más hubieran salido de la pobreza? Entonces, si la institucionalidad es fundamental para nuestro desarrollo, ¿qué hacer y cómo mejorarla?
Primero: empecemos por involucrarnos y ejercer un liderazgo diferente, participativo y disruptivo que ayude a resolver nuestros imperativos económicos, políticos, sociales y humanos. Tomemos consciencia de la mayor responsabilidad que nos toca en virtud del poder que tenemos. Dejemos lo “políticamente correcto” e influyamos positivamente considerando el impacto que nuestras decisiones, acciones y omisiones tienen en los demás.
Segundo: con ese nuevo liderazgo, generemos espacios plurales y múltiples –al que concurran representantes de la sociedad civil, sector privado, Estado, academia y medios de comunicación– para dialogar y debatir sobre políticas públicas que mejoren nuestras instituciones y fortalezcan nuestra democracia, con miras a formar una ciudadanía responsable que se involucre en lograr un país más inclusivo, próspero y justo.
Tercero: con base en el diálogo y debate, orquestemos estrategias innovadoras y articulemos oportunidades para que –además de la cooperación internacional– la empresa privada aporte talento, tiempo y recursos para fortalecer la democracia.
Seguir “business as usual” soslayando la enorme interdependencia e interrelación que existe entre institucionalidad sólida y crecimiento económico sostenible, puede representarnos una factura muy cara de pagar.