David Tuesta

El intento de disolución del Congreso por parte del golpista Pedro Castillo se constituye en un episodio más del triste deterioro institucional que viene experimentando el Perú desde hace bastante tiempo. Lo que es aún más lamentable es que esto haya derivado en actos violentos en diferentes partes del país, trayendo como resultado que varios compatriotas hayan perdido la vida. Es muy cierto que esto ha sido azuzado por los intereses ideológicos y/o delincuenciales de varios oportunistas; pero, también es verdad, que tras ellos se han sumado peruanos insatisfechos en diferentes regiones del país, cuyas demandas sociales y económicas no vienen siendo atendidas por un Estado que no encaja con la extensiva realidad informal.

El marco institucional, entendido como el conjunto de reglas de juego –escritas y no escritas– bajo el cual los diferentes actores de un país se desempeñan, y que se cobijan en gran parte por la relación estado-sociedad, tienen un rol crucial para el desarrollo económico de un país. Las indiscutibles mejoras en el bienestar experimentados en las últimas tres décadas responden a la transformación de nuestras instituciones económicas que en gran medida descansan en el capítulo económico de la Constitución. La filosofía del rol subsidiario del Estado, el respeto al capital privado, la independencia del Banco Central, la vocación por la disciplina fiscal, sumado a una clara posición de apertura de la economía son sin duda factores que han permitido altas tasas de crecimiento y reducciones espectaculares en la tasa de pobreza y reducción de la desigualdad.

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Claro es, sin embargo, que todo esto se ha quedado a medio camino, pues poco o nada se ha avanzado en otros ámbitos. El Estado sigue siendo funcionalmente débil e incapaz de ajustarse a una realidad que se le desborda. Y detrás de ello se aprecia la dificultad de contar con un sistema político que represente adecuadamente las aspiraciones de la sociedad. No es casualidad que el porcentaje de la población en el Perú que está muy satisfecha con la democracia a lo largo del tiempo se encuentre en niveles estructuralmente bajos y cayendo, alcanzando el 17% en diciembre de este año según registra la encuesta del IEP. Cuando la misma encuestadora precisa la pregunta al funcionamiento actual de la democracia, sólo el 3% señala que se encuentra muy satisfecho.

Es indiscutible que el cambio estructural en nuestras instituciones requiere un replanteamiento del fallido sistema político, que en los últimos años nos ha enrostrado la dificultad de producir gobiernos que gocen de estabilidad. Un país que al 2024 contará con al menos siete presidentes (bajo el supuesto que sea la presidenta Boluarte quien traslade la posta al próximo gobernante electo) difícilmente podrá articular una política de desarrollo que traiga prosperidad a sus ciudadanos.

En un contexto bajo el cual el 83% de la población exige elecciones generales adelantadas; con una bajísima aprobación del Congreso; y, con un Ejecutivo sumamente debilitado para hacer gobierno, es obvio que el primer paso es atender con rapidez a ese clamor que permita darle un respiro a nuestro sistema democrático que se desprestigia, dejando para una segunda ronda discusiones sobre otras demandas que los diferentes bandos partidarios reclaman y que hoy se constituyen en un escollo para que la democracia “salve el pellejo”. Pero no olvidemos que el adelanto de elecciones solo es un muy inestable salvavidas en tanto no se realicen subsecuentes cambios de fondo al funcionamiento de nuestro sistema político bajo un proceso válido que tenga la oportunidad de legitimarse en el tiempo. Sin esto, será muy difícil pensar en políticas de largo plazo que saquen al país del letargo en que se encuentra.

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