La historia cuenta que, a mitad de la década de 1940, hubo una terrible sequía en Palpa, Ica. Entonces, un humilde muchacho dedicado a las labores del campo se vio obligado a probar suerte como ayudante de carpintería, pero el trabajo también escaseaba y nadie quería enseñarle el oficio, hasta que un primo suyo que era músico, Arquímedes Noriega, le dio un consejo que le cambiaría la vida: “¿por qué no haces guitarras?”. Abraham Falcón no supo bien qué responder, pues recién estaba aprendiendo a hacer mesas y a cuadrar puertas, pero Arquímedes insistió, después de todo él había visitado muchos talleres y había visto cómo se reparaban las viejas guitarras de origen foráneo que por esos años eran conservadas como tesoros por los músicos ayacuchanos e iqueños. Así, a orillas del río Palpa, recogieron un tronco que llevaron al improvisado taller y tras aserrarlo y cortarlo muchas veces le dieron forma de instrumento. Era 1946 y había nacido la primera guitarra Falcón.
Por ese tiempo, la única referencia que tenía el joven lutier eran las antiguas guitarras españolas de doce cuerdas de marcas Ribot o Ramírez que venían de Arequipa, y que él comenzó a copiar y reproducir en maderas de viejos pianos comprados a las iglesias. De Palpa se mudó a Ica, donde comenzó a hacerse conocido, entre la asociación de músicos de la ciudad. Después de todo, él había descubierto que las guitarras de procedencia europea eran muy finas, pero bastante frágiles y emitían un sonido poco profundo. Falcón decidió mejorar esas cualidades, darles durabilidad a sus instrumentos y hacerlos capaces de emitir sonidos penetrantes como los que había escuchado en su Coracora natal. Músicos como el Jilguero del Huascarán comenzaron a popularizar las guitarras Falcón, que después fueron apreciadas por grandes exponentes ayacuchanos como Raúl García Zárate o Manuelcha Prado.
Vida en Lima
Entonces se produjo el salto a Lima, y Abraham Falcón montó un pequeño taller en la movida calle Huatica, en La Victoria. Luego, ocupó un espacio más grande en Luna Pizarro, donde sus guitarras comenzaron a darle ritmo a las jaranas criollas en Barrios Altos, el Rímac y La Victoria. “La verdad, pegó muy bien, porque en esa época, entre los años 60 y 70, había un boom de la canción criolla, había un contexto muy bueno, y eso ayudó mucho a que la gente conociera la guitarra criolla, la guitarra costeña”, dice su nieto Enrique Falcón, quien ha heredado el legado de su abuelo.
“Yo no lo viví —dice— pero me han contado que casi todos los grandes músicos criollos, los dúos y tríos, pasaron por el taller de Luna Pizarro”. La prueba está en fotografías en blanco y negro en las que aparece don Abraham Falcón con Arturo ‘Zambo’ Cavero, con Óscar Avilés, con Porfirio Vásquez, con Humberto Pimentel, con el trío Los Chamas, con Pepe Villalobos.
En los años 80, Abraham Falcón García ya era casi una leyenda, fue invitado en tres ocasiones a Francia a diversos encuentros de lutieres, donde se reconoció “el modelo peruano”, debido a las cualidades estéticas y sonoras de sus guitarras. Él maestro pasó sus últimos años dando talleres y charlas sobre el arte de hacer instrumentos, hasta su partida, el 2 de diciembre de 2016. Como cuenta su nieto, desde fines de los años 90, el legado fue pasando a sus hijos —tuvo siete, hoy quedan cinco— y nietos. La marca ha superado crisis, como la de los 80, cuando por el terrorismo y la inflación se redujeron las fiestas y las ventas de instrumentos, y la reciente debido a las cuarentenas impuestas por la pandemia.
Aunque don Abraham vivió rodeado de músicos y de guitarras, nunca aprendió a tocar, eso sí sabía afinar a la perfección. Desde niño fue sordo de un oído, y tal vez por eso su aporte a la música peruana y al criollismo fue como hacedor de guitarras, como artífice de una tradición de cuerdas y sonidos que ya lleva 75 años.
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