La noche del 15 de mayo de 1939, cuatro agentes del NKVD detuvieron a Isaak Bábel en su dacha de Peredelkino. Durante el trayecto a Moscú, según el testimonio de su mujer, el escritor tuvo la sangre fría de bromear con sus captores, aunque sabía que la suerte se le había acabado. Cuando el vehículo se detuvo frente a la siniestra Lubyanka, él la besó con fuerza y le dijo: “Algún día volveremos a vernos”. Luego se apeó y, sin mirar hacia atrás, atravesó con paso firme el umbral de la prisión. La pareja no se vería nunca más.
Durante mucho tiempo, la muerte de Bábel, víctima de la Gran Purga de Stalin, fue un misterio. A inicios de los cincuenta circulaba el rumor de que aún podía estar con vida, confinado en algún gulag de Siberia. Más tarde, las autoridades soviéticas dieron la versión oficial de que había muerto el 17 de marzo de 1941, lo que no era cierto. En realidad, desde su arresto, Bábel entró en la categoría de “inexistente”, pues su nombre había sido eliminado de las enciclopedias soviéticas. Esto empezó a cambiar con el deshielo iniciado por Jruschov y, en diciembre de 1954, fue rehabilitado póstumamente.
Sin embargo, solo después del fin de la Unión Soviética se supo lo que había ocurrido con Bábel, quien fue fusilado el 27 de enero de 1940, luego de un juicio sumarísimo que apenas duró 20 minutos. Gracias a la apertura de los archivos secretos, se encontró la resolución de Stalin que decretaba su ejecución por actividades contrarrevolucionarias. Lo que no se halló fueron los papeles del escritor, incautados a raíz de su detención, entre los que había una novela corta y varios cuentos inéditos. Todo hace suponer que terminaron en el incinerador.
Genio de genios
En los 75 años que han transcurrido desde entonces, la reputación de Bábel ha ido en ascenso. Escritores como Jorge Luis Borges, Raymond Carver y Rubem Fonseca han celebrado su prosa. James Salter y Denis Johnson también han reconocido su deuda con él. Por su parte, Hemingway admitió que su estilo era “aún más conciso que el mío”, lo que demostraba que “incluso cuando le has quitado todo el jugo, todavía hay manera de exprimir más la naranja”. Dos colecciones de relatos ("Caballería roja" y "Cuentos de Odessa") y unas cuantas piezas de teatro conforman la producción de Bábel. No parece mucho, pero se trata de la obra de un estilista, donde cada palabra cuenta como una piedra preciosa. El autor era un perfeccionista que, insatisfecho con los resultados, podía reescribir 20 o 30 veces sus historias, hasta depurar su esencia. Dotado de un sentido plástico, le bastaban unas pocas pinceladas para componer escenas vívidas y transmitir poderosas sensaciones. Sabía bien cuándo marcar las pausas y silencios. De ahí que Carver adoptara como suya aquella máxima que el ruso acuñó en un relato dedicado a Maupassant: “Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde”.
Nacido en un hogar judío de Odessa en 1894, Isaak Bábel debió soportar desde su infancia el antisemitismo imperante en Rusia. Su vocación literaria fue alentada por Maksim Gorki, quien le publicó sus primeros cuentos y le dio trabajo en el periódico que dirigía. En 1920, acompañó como corresponsal a las fuerzas cosacas durante la guerra polaco-soviética, experiencia de la que salió "Caballería roja" (1926), un libro polémico en la medida en que el autor prefería dar una visión fiel de la contienda antes que hacer concesiones a la propaganda soviética. La hostilidad hacia Bábel aumentó cuando se resistió a seguir los dictados del realismo socialista. En el primer congreso de escritores soviéticos, en 1934, observó con ironía que se estaba convirtiendo en “el maestro de un nuevo género literario, el género del silencio”. Al año siguiente, su obra de teatro "Mariya", en la que denunciaba la corrupción política, fue cancelada por el NKVD antes de su estreno. El puntillazo llegó con la muerte de Gorki, su protector, en 1936. Ya no se le publicaría más.
Cuando fue arrestado, le dijo a su mujer que le comunicara lo sucedido a André Malraux, con quien había trabado amistad. Absurdamente, se le acusaría de haber sido reclutado por el novelista para espiar a las órdenes de la inteligencia francesa. Bábel negó todos los cargos, pero, después de haber sido torturado tres días, “confesó”. No obstante, en el proceso sumario al que se le sometió, hizo un último acopio de valor y declaró: “No soy un espía. Nunca he permitido ninguna acción en contra de la Unión Soviética. Me acusé falsamente y me forzaron a acusar a otros. Solo pido una cosa: ¡Déjenme terminar mi trabajo!”.