A las cinco de la mañana el padre despertó al hijo y le dijo que se vistiera, había llegado la hora. Con los ojos soñolientos y la voz entrecortada, el niño vio ese rostro barbado, esa mirada azul y penetrante, y le dijo que no quería ir. Había hablado con su madre la noche anterior, y ella le había dicho que no tenía que hacerle caso en todo a él; le había dicho incluso que si no quería no tenía que quedarse con su padre los fines de semana.
El padre le agarró el brazo con firmeza y le dijo: ¿Y qué es eso de no querer quedarte conmigo? Tu madre no solo se va con ese imbécil, ahora te mete ideas para que no te vea más. Vístete.
El niño se levantó y, mientras se sacaba el pijama y se ponía los jeans y las zapatillas, se preguntó qué había sido primero. Si su madre había dejado a su padre cuando él comenzó a hablar de platillos voladores, o si el padre había comenzado a hablar de platillos voladores una vez que la madre lo dejó. Cuando ella se fue de la casa, él dijo que la ciudad era muy chica para los dos y dejó su trabajo y vendió la casa y compró una cabaña a tres horas de la ciudad, a quinientos metros del acantilado. Había vistas espectaculares del mar, pero la región era desolada y el niño odiaba los fines de semana en que era el turno de estar con su padre; no había televisión en esa cabaña, ni computadora ni videojuegos. Solo podía leer y jugar juegos de mesa, cosas que no le llamaban la atención.
Salieron de la cabaña. El padre, alto, fornido y con un sombrero de vaquero agarraba al niño del brazo; el niño tenía una chaqueta de cuero, sentía la brisa fría, la piel se le erizaba. En su cabeza rondaban las historias que su padre le había contado desde niño, las sirenas y los dragones que habitaban el mar. Eran tiempos legendarios los de los relatos del padre, pero, ¿quién podía asegurar que en las profundidades del mar no existían esos peligros? En las últimas semanas, para colmo, el padre se había puesto a hablar de una espera al borde del acantilado, de una luz que los iluminaría y unos extraterrestres que les transmitirían el secreto del universo. Serían otros después de ese encuentro.
El niño no creía en esas historias, pero, ¿qué le quedaba? No había manera de oponerse a su padre. Fingiría que le hacía caso, mientras, en silencio, rezaba y contaba los minutos para que pasara ese momento. Cuando volviera a la ciudad, le diría a su madre que no quería volver a pasar los fines de semana con su padre.
Llegaron al borde del acantilado. Era un espectáculo imponente, el verde turquesa del océano conjuntado en el horizonte con ese azul profundo del cielo, mientras las nubes se abrían como expectantes. Quizá era verdad lo que decía su padre, pensó por un segundo para luego descartarlo.
El niño miró hacia abajo y lo visitó una sensación de vértigo. Sería mejor levantar la vista, o cerrar los ojos.
El padre dijo: eres lo más hermoso que tengo en la vida, hijo. Te extraño mucho cuando no estás conmigo.
Yo también te extraño, dijo el niño, pero en sus palabras no había convicción.
Y también eres lo más hermoso que tu madre tiene en la vida, continuó el padre.
Ya lo sé, dijo el niño.
Vio a su madre esperándolo al salir del colegio, apoyada en la puerta de la camioneta, los brazos cruzados prestos a abrirse apenas fuera a su encuentro. Entonces comprendió. Intentó soltarse de su padre, quiso darse la vuelta y correr, pero no pudo.