Siempre me ha inquietado que la geografía no cambie pese al tiempo, pese a nuestros cambios y los cambios que se producen en ella. Conservamos algo inmaterial, equivalente a lo que conserva la geografía, también inmaterial. Y sin embargo, aunque no cambie, la geografía es la medida de los cambios. Tal como ocurre con la temperatura de los cuerpos: mantienen un resto de calor previo, ese resto les permite seguir siendo ellos mismos, pero a la vez el cambio es la medida de la diferencia. Los cuerpos son y no son; son menos y más a la vez. Con la geografía sucede algo similar, quiero decir que es indócil. He leído muchas novelas donde el protagonista retorna al lugar olvidado. Resulta indiferente que el paisaje pertenezca a la ciudad o al campo. Las laderas conservarán su inclinación, pero el verde será distinto; o las montañas, si mantuvieron los colores, defraudarán con sus ángulos domésticos, no tan abruptos como se los recordaba. Pasa lo mismo con la ciudad: la antigua esquina ahora está restaurada, destruida, abandonada, etcétera. El protagonista obtiene un residuo, una mezcla de realidad y olvido, algo inasible que proviene de lo circundante, pero a través de cuyas señales contradictorias, junto con su propia decepción y aliento, le permite reconocer los lugares. Es así que para encontrar lo oculto hay personajes que se aferran a lo superficial.
Esto es exactamente lo que ahora sucede conmigo. Hoy visito los lugares donde me encontraba con Delia y veo que muchas cosas han cambiado habiendo conservado su lugar. Este galpón industrial era un terreno de media manzana donde las flores silvestres crecían a su antojo, flotando indolentes sobre un mar de cardos. Delia me contaba la fuente de pesadillas infantiles que representaba el terreno de los cardos, también llamado baldío de los cardos, antes de que ambos, ella con su infancia poco tiempo atrás superada y yo impaciente porque la olvidara todavía más rápido, nos apretáramos contra el muro de ladrillos que lo circundaba. Esa zona era de calles apenas inclinadas. Recuerdo que las construcciones daban la impresión de haber sido puestas al azar. Grandes locales industriales lindaban con casas de poco más de cinco metros, ordenadas en hileras y apiñadas —aquí las filas se hacían irregulares, se acercaban— para aprovechar lo ventajoso de los terrenos más altos. Pero también sucedía a la inversa: un galpón angosto, en la práctica un cuarto, albergaba una fábrica con diferentes turnos de trabajo y, algo más alejada, otra vivienda se levantaba en el centro de un terreno amplísimo quedando perdida entre la vastedad. Mientras tanto, a Delia y a mí las diferencias de tamaño nos parecían cosa irrelevante, y lo mismo ocurría con la disposición de los lugares. Incluso la idea de “lugar” estaba puesta en entredicho por nuestra rutina. No había sitios ni confines, tampoco espacios vacíos o colmados. Inmunes a toda influencia, nada nos contenía. Ese trabajo de siglos que representa cualquier parte de la ciudad, aunque fuera reciente, para nosotros no existía. Los contrastes se anulaban, caminábamos y percibíamos un aire a campamento levantado con apuro, a empresa incompleta, recién instalada o a punto de abandonarse, algo pacífico, campestre e indefinido que sin embargo parecía más duradero que la tierra. La soledad de las calles atraía los sonidos alejados. Por ejemplo, se seguía oyendo, aunque fuera en sentido contrario al nuestro y se alejara cada vez más, el colectivo que antes nos había dejado en la esquina de los Huérfanos, cuando Delia acababa de bajar. Pero los lugares podían estar ausentes o abolidos que de todos modos una parte nuestra, a lo mejor los cuerpos, los percibía: ya cerca del baldío de los cardos la piel de Delia comenzaba a sudar sin mojarse sin embargo. Era un mador que transformaba el rostro, ahora un poco más pálido, y helaba sus manos y brazos. Ella temblaba, el temor infantil y el deseo adulto se confundían en su nerviosismo. Aunque resistencia y atracción habían dejado de enfrentarse, quedaba el recuerdo vivo de las dos, una lucha entre reminiscencias que la empujaba hacia los límites. Por lo tanto se confundía, no por ignorancia, inconsecuencia o inseguridad, sino porque una inspiración le señalaba que, al estar sobre un umbral, los hechos suelen ser inacabados. Y Delia vivía en la frontera, la frontera mental de su juventud y la física de su familia.
Todo comenzó en la esquina de los Huérfanos, donde la veía bajar del colectivo. Delia llegaba cuando caía la tarde, ponía un pie sobre el pavimento y sin distraerse tomaba el camino de su casa. Más adelante hablaré de la forma cómo apoyaba ese pie. Recuerdo que pasado un tiempo fueron a esperarla. Era una mujer que aparecía diez minutos antes y miraba hacia el fondo de la avenida, atenta a la aparición del colectivo. A veces la delataba su impaciencia, como cuando apretaba los puños hasta tenerlos rojos, encarnados, unas manos inquietas por hacer otra cosa. Recibía a Delia con dos palabras, luego le tomaba un brazo y ambas dejaban la esquina caminando hacia una calle lateral. Siempre la vi bajar: el mismo pie, el mismo movimiento, el mismo aire. Hasta que un día, gracias a la casualidad, descubrí dónde subía; y ello significaba adivinar su ocupación. En realidad no recuerdo el día ni la circunstancia, pero sé que sucedió de este modo. Iba sobre el colectivo en sentido contrario y metros más allá vi a alguien haciendo señas con el brazo. Reconocí su espalda, el cuello, la punta de los dedos, el talle de niña recortado sobre el declive de la tarde. Un par de cuadras hacia el este había una escuela, un edificio plano y ajado, construido hacía como cien años; seguramente Delia estudiaba allí. Ese colegio reunía el orgullo local, tan castigado: no había por la zona sitio más viejo y más señero, más digno para enfrentar con su sola presencia el sentimiento general de adversidad. Hoy, sin ir más lejos, pasé por allí y he visto que sigue tal cual era. A distintas horas los alumnos se derramaban desde las puertas del colegio; salían a la calle con hambre, inconscientes del significado profundo, si es que lo había, de su rutina. La muchacha que era Delia, y que para mí entonces carecía de nombre, entraba cada día en aquel edificio para, pretendidamente y como dice la fórmula, adquirir conocimientos. Después se iba, iniciando un regreso del que yo conocía el momento fundamental, cuando apoyaba el pie en el asfalto de la esquina de los Huérfanos. El colegio irradiaba estudiantes, siendo Delia uno de sus innumerables rayos. Dentro de esa rutina los alumnos rodaban inadvertidamente, despreocupados y casi siempre olvidados de sí, aunque por el contrario fueran muy notorios para todo el mundo. Pero lo que no se quiere saber muchas veces termina sucediendo. No recordé en ese primer momento que también a dos cuadras, aunque hacia el oeste, había una fábrica. Para quien no quisiera verla, al contrario de la escuela, la fábrica pasaba inadvertida; y sin embargo allí estaba la verdad, y no me refiero solo a Delia. Quiero decir que de la fábrica emanaba el poder, la contundencia, algo fuerte y amargo a la vez.
Novela: "Boca de lobo"
Autor: Sergio Chejfec
Editorial: Animal de Invierno
Páginas: 148
Precio: S/.39.00
Vida & obra:
Sergio Chejfec
Nació en Buenos Aires en 1956. Es autor de narrativa y ensayo. Entre 1990 y el 2005 vivió en Caracas, y desde entonces reside en Nueva York, donde dicta clases en la Maestría de Escritura Creativa en Español de la New York University. Sus obras más recientes son "Últimas noticias de la escritura" (ensayo), "Modo linterna" (cuentos) y las novelas "La experiencia dramática" y "Mis dos mundos". Uno de sus títulos más celebrados, "Boca de lobo", se publica por primera vez en el Perú bajo el sello Animal de Invierno. Se presentará en la FIL Lima 2015 el próximo sábado 25 de julio.