Canción perdida en La Habana, por Jaime Bedoya
Canción perdida en La Habana, por Jaime Bedoya
Redacción EC

“¿Cuántos jabones traes?”, preguntó un compañero de vuelo a Cuba con una sonrisa cómplice. Le respondí con pretensioso desdén: “Nosotros vamos para entrevistar a Fidel”, dije, señalando con la mirada a Javier Zapata. Es de los fotógrafos que no sueltan la cámara ni cuando están en el avión, por si se cae.

La invitación era originalmente a Varadero, paraíso playero del turismo sexual. Idealistas escépticos, habíamos decidido quedarnos en La Habana en busca del reportaje definitivo que revelara la verdadera Cuba, el fiel de la balanza entre las libertades a pagar a cambio de las conquistas sociales. Y claro, entrevistar a Fidel, ese fantasma en uniforme. En suma, ilusos del año 2002.

El Meliá La Habana estaba cerca del malecón, y el romper de las olas marcaba el pulso renuente de una ciudad que no quería confiar en nadie. Nos seguían, o al menos la paranoia establecida así lo hacía creer. En los bares y restaurantes los precios eran para extranjeros en busca de jineteras. Al regresar al hotel nos encontramos al compañero de viaje entregándole jabones a una chica demasiado joven para la ropa que llevaba. Ella sonreía. Él guiñó un ojo.

La vista desde la habitación era hipnótica. La arquitectura descascarada de La Habana, corroída por la sal marina sin posibilidad de una mano de pintura, era la metáfora visual de un tiempo detenido, entrampado en el fracaso. La programación televisiva era autista. Desgastados documentales sobre la revolución y debates monotemáticos:
Fidel, Fidel, Fidel. No salía de la habitación en espera de la llamada del partido que debía confirmarnos la entrevista. Zapata se fue a fotografiar a jóvenes bailarinas de ballet haciendo fouettés al lado de Chevys de 1958. Mañosería culta.

Al segundo día llegó la llamada. Era previsible: Fidel no podía darnos una entrevista por sus múltiples ocupaciones. Pero don Francisco Repilado nos esperaba al día siguiente en el hotel Nacional. Al ver nuestras caras nos ilustraron. Repilado era el nombre real de Compay Segundo. Eran los días en que su canción “Chan Chan” sonaba ubicua gracias al blusero Ry Cooder, que había mostrado al mundo la gloria senil del Buena Vista Social Club.

Llegamos tarde al Nacional. La noche anterior, diluidas las expectativas en torno a la verdad revolucionaria, había sido más proclive al ron que a la política. En un bar privado del último piso del hotel, Compay Segundo estaba con su guitarra de palo y sombrero de paja. Masticaba un puro sin encender.

Compay no era una persona. Era una versión corpórea de la música. Con memoria prodigiosa repasó su vida, precisando que odiaba a los médicos, que se había peleado con su novia y que Fidel había sido el mejor presidente de Cuba que él había visto. Tenía 95 años cumplidos y lo que cogía no era una guitarra sino un armónico, un instrumento que había inventado a partir del tres cubano. Seguía masticando un puro apagado.

Durante la conversación estuvo refiriéndose a “La flor de la canela”. Hacia el final, hilando sus divagaciones, dijo: “Ya les compuse algo”, y empezó un son en donde hablaba del Perú, de la playa, de la vida y del amor. Recién entonces prendí la grabadora.

Salimos volando del Nacional rumbo al aeropuerto. Otra vez tarde. En el taxi prendí la grabadora para ver si ahí estaba la canción. Estaba. El taxista la escuchó e intervino. “¿Ese es Compay?”. El taxista era médico y decía que salvo trabajo en su profesión no le faltaba nada. A medio camino policías motorizados nos detuvieron. No se veía ningún incidente. “Es Fidel —explicó el taxista—. Cuando él se mueve, todo se para”.

Cogimos el vuelo con las justas. A bordo quisimos escuchar completa la canción pero la grabadora no aparecía. Entonces la recordé ahí, tranquilita, olvidada sobre el asiento trasero del Lada del taxista médico.

Compay Segundo murió el año siguiente, 2003. Está enterrado en el cementerio de Santa Ifigenia. El mismo en el que se ubicarán las cenizas de Fidel Castro hoy domingo.

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