Hace 435 años nació Martín de Porras Velásquez, quien llegaría a los altares por su entrega a Dios y su caridad. Fue canonizado en 1962 por el Papa Paulo VI. Tuvo que aguardar tres centurias pese al peso abrumador de su compasión y sus milagros. Su condición de mulato no redujo su margen de posibilidades para el servicio.
Ingresó al convento dominico en 1594 y lo hizo sin aspirar al sacerdocio. Era campanero disciplinado (tocaba a la medianoche y al alba) y barbero con oficio de cirujano menor.
El humilde Martín tenía diversos atributos. El que se suele mencionar es la bilocación, lo siguen el don de lenguas, la precognición, la iluminación corpórea, la sutilidad y la llamada “agilidad” (traslado instantáneo). Algunos dones son propios de los “cuerpos gloriosos”, según la teología, y otras son capacidades sobrenaturales que fluyen de su bondad esencial. El donado volaba, levitaba y, desde luego, practicaba con entusiasmo las virtudes heroicas: la caridad, sobre todas ellas (incluso sobre la obediencia); la fe, la pobreza y la observancia de las normas y las órdenes.
Martín tenía el don de la videncia. El humilde donado también hablaba en lenguas sin haber traspuesto Lima. Refieren haberlo escuchado hablar en chino, sospechándose de su presencia en Manila y Japón como indican algunos muy serios testimonios.
Cuando Paulo VI lo canonizó, el centro de atención no fue su sorprendente capacidad para quebrar la lógica natural, a la vez herramienta de su fe; fue su celo apostólico y su misericordia infatigable. Por tal razón, los pueblos lo conocen hoy como el caritativo Martín, el disciplinado y leal siervo de Dios.