"El clan de la Garza Blanca"
"El clan de la Garza Blanca"
Max Hernández Calvo

Dos historias se entretejen en la exposición El clan de la Garza Blanca: por un lado, las narrativas sobre los orígenes y el devenir del clan Aimen+ (“de la Garza Blanca”) —parte de la nación uitoto—; y, por otro, la de la familia Yahuarcani López, perteneciente a dicho clan.

La curaduría de Christian Bendayán traza el itinerario de estas historias, a veces mágicas, a veces dramáticas, con un conjunto de obras que acompaña de imágenes y relatos que nos sitúan en el contexto de las vidas de la familia y de los pueblos nativos, marcadas por el desplazamiento a raíz de los abusos detrás de la explotación del caucho.

Las obras que conforman la muestra articulan lo tradicional (vía imaginarios, materiales y técnicas), lo moderno (oblicuamente invocado a través del interés de los artistas modernos de principios del siglo XX por las formas artísticas no occidentales; p. e., los cubistas y el arte africano) y lo contemporáneo (mediante la implícita reelaboración de diferentes ideas de representación y la redigestión de diversos modelos estéticos), lo que da lugar a imágenes enormemente atractivas, muchas veces desconcertantes e inquietantes, incluso.

Un ejemplo de esto último es “Mujer rana”, de Santiago Yahuarcani, una talla en madera que de un lado muestra una extraña rana con cabellos largos, y del otro, una mujer en una postura de contorsión imposible. En sus pinturas hechas sobre llanchama, como “El castigo de los malos” o “Medianoche”, Santiago Yahuarcani condensa narraciones históricas y míticas en escenas potentes. Aquí las sofisticadas texturas visuales y patrones de diseño empleados crean un contrapunto de guiño abstracto a los elementos figurativos que estructuran los relatos de sus obras.

Una historia clave —que es imperativo recordar— corresponde a las atrocidades vividas por los uitoto (y también tikuna, bora, andoque, ocaina, etc.) a manos de los caucheros. La Casa Arana se revela como una auténtica casa de los horrores, un campo de concentración cuyo nombre está escrito con sangre humana y resina del árbol de shiringa. En ese sentido, el cuadro “Amazonía”, de Santiago Yahuarcani, es feroz: una mujer, que encarna la selva amazónica, cubierta de heridas sangrientas de donde brotan ríos de resina blanca, carga un niño. El contraste entre las formas planas del caucho chorreante y la textura de las hojas y el follaje imprime enorme fuerza visual a la obra.

La serie de máscaras “Seres del bosque”, de Nereida López, hechas con el fruto de wingo seco, escamas de paiche, huesos de oba y otros elementos naturales, es tan llamativa como desconcertante. Sus formas recuerdan las síntesis del rostro en el arte moderno, mientras que sus variantes iconográficas (bocas en vertical que recuerdan vaginas, perforaciones de distintos tamaños para los ojos, texturas de superficie, etc.) remiten a un universo con señas a lo fantástico.

Las dos máscaras colgantes hechas por Santiago Yahuarcani y Nereida López resultan fascinantes. El uso de elementos naturales —las intervenciones con espinas, pelo, cortezas de árbol, semillas, etc., empleados para crear rasgos fisionómicos, detalles (como dientes) y elementos simbólicos— da lugar a dos obras de muchísima potencia.

En sus cuadros, Rember Yahuarcani establece un juego entre los fondos, hechos a base del teñido de la tela y pintura chorreada (técnicas que dialogan con las tradiciones de la pintura abstracta, el informalismo, etc.), y las figuras, que se caracterizan por el sutil trabajo de delineado, los colores intensos y sus formas fantásticas de peces, animales, personas y plantas. Una imagen particularmente interesante es “El baile de las aves”, una escena nocturna en donde delgadas líneas esbozan árboles y el trayecto del chorreado evoca el bosque mismo. El dibujo de las aves (y aquellas con piernas humanas) crea una imagen extraña que conjura la intensidad de la noche amazónica y la vivacidad de su fauna y su flora.

La exposición, a mi juicio sumamente interesante, articula ingeniosamente sus gestos a los mundos mágicos que usualmente asociamos a la selva —exotizada—, pero sitúa el trabajo en el campo contemporáneo de la producción de imágenes (si bien radicalmente alejado de los referentes fotográficos), en donde el despliegue de agudeza visual, conceptual y narrativa va de la mano de gran imaginación e inventiva.​

Galería del Centro Cultural El Olivar

Calle La República 455, San Isidro. Hasta el 1 de abril.

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