Si semanas atrás me refería con cierta envidia a las últimas palabras del androide Nexus-6 Roy Batty en cuanto a todas las cosas que recordaba haber visto en el momento de quedarse sin pilas (la versión mecánica de aquel supuesto orgánico de que toda nuestra existencia, en una suerte de resumen de lo emitido, pasa frente a nuestros ojos en cuestión de segundos alcanzado el The End), hoy apuntaré, con cierto regocijo y orgullo, al acto voluntario de dejar de ver antes que sea demasiado tarde.
Y pocas variables más gratificantes del optar por cerrar los ojos que el decidir que no se verá esa nueva serie de televisión.
Me sucedió hace ya tiempo apenas a la altura del tercer capítulo de “Lost”, cuando supe sin dudarlo que todos esos aeroisleños estaban muertos. Y así me ahorré seis temporadas de desvelo para algo que un episodio de la nunca del todo bien ponderada La dimensión desconocida, de Rod Serling, despachó en un poco más de 20 minutos.
Vuelve a sucederme, ahora mismo, con "Wayward Pines": otro sinsentido a cargo del en-horas-bajas M. Night Shyamalan, responsable de “El protegido” (“Unbreakable”), la mejor comic-movie con superhéroe de todos los tiempos. “Wayward Pines” surge de un venerable motivo (antiguo y vintage como la humanidad toda) que siempre puede llegar a dar buenos resultados si se lo maneja con cariño e inteligencia: alguien llega a un sitio extraño donde nada es lo que parece ser. Esta premisa dio buenos y exóticos frutos en ya clásicos como “The Prisoner” o “Twin Peaks”. Pero uno llega ya un poco cansado y curtido —y con demasiadas millas acumuladas y mucho equipaje extraviado— a este “Wayward Pines”, pueblo por el que el agente secreto Ethan Burke (un Matt Dillon que no da el tipo y que parece todo el tiempo con ganas de volver lo más pronto posible a la Tulsa de “La ley de la calle” (“Rumble Fish”) o a la Portland de “Drugstore Cowboy” o, al menos, a la Miami de Loco por Mary) deambula víctima de lugareños decididamente freak y blanco de extrañas conspiraciones gubernamentales y
Suficiente para mí. La vida es corta y los canales son demasiados. Y cada vez más interesado en series de viejo formato, esas de mi infancia, en las que algo empezaba y transcurría y concluía en un episodio. Y que no obligaban a una inversión de tiempo en el que uno puede enamorarse, casarse, tener hijos, leer (o releer) a Marcel Proust y hasta no hacer nada. Dejar de ver es, sí, un placer y un privilegio. Y una posibilidad y una oportunidad que no conviene dejar pasar. Al menos en el terreno de lo ficticio. Ver demasiadas series al mismo tiempo (y para comprobarlo basta con contemplar en YouTube los movimientos espasmódicos e intentar comprender los balbuceos de los comentadores y ‘especialistas’ en la materia en los micros del “Spoiler Hotel” del Canal+ español) es como estar enganchado a demasiadas drogas al mismo tiempo. Y todas mal cortadas y peor contadas. Hace mal. Y se acaba perdiendo la perspectiva de la realidad y confundiendo la estructura narrativa de la propia vida. Tampoco leeré —advierto— la primera entrega de “The Familiar”, proyectado ciclo de 26 novelas que el maníaco y vanguardista (y, como todo vanguardista, retro) Mark Z. Danielewski promete ensamblar como si se tratase de una serie de televisión.
Y, sí, varios buenos álbumes de rock se ocuparon de la idea de ser devorado por la caja boba: “A Soap Opera”, de The Kinks; “Amused to Death”, de Roger Waters; “Dumbing Up”, de World Party; e “Imaginary Television”, de Graham Parker. Este último probablemente sea el más gracioso y lleno de gracia y dueño de una génesis que merece ser comentada aquí: hace unos años llamaron a Parker de una compañía que se dedica a vender “música de fondo” para series televisivas (ya saben, poner por ejemplo su “You Can’t Be Too Strong” en una escena de programa juvenil donde la parejita decide si abortar o no) y le preguntaron si le interesaba unirse a su plantilla de proveedores. Parker dijo que sí, claro. Y enseguida volvieron a llamarlo para proponerle que escribiese la cortina identificatoria de un canal nuevo y la canción para los títulos de una sitcom. Parker cumplió en tiempo récord (la canción, incluida en “Imaginary Television”, era el reggae blanco “See Things My Way”). Y en tiempo récord su trabajo fue rechazado por los ejecutivos y, no, a Bruce Springsteen jamás le hubiese sucedido algo por el estilo. Pero —acostumbrado a arrancarles petróleo a las piedras y electricidad a la madera— Graham Parker se quedó pensando en el asunto. Y se le ocurrió la idea —de ahí “Imaginary Television”— de grabar todo un disco de canciones inspiradas en programas de televisión inexistentes, pero que a él le gustaría ver. Así, el cuadernillo de “Imaginary Television” no incluye las letras de las once canciones, pero sí las sinopsis de shows y series y las críticas de especialistas. Algunos de ellos y de ellas suenan muy bien. Otras y otros, seguro, no pasarían de la primera y única temporada con el posible consuelo de las repeticiones de medianoche y, si hay suerte, convertirse en fenómeno de culto. Como Graham Parker. Como todos nosotros. Como todos aquellos que no pueden vernos o a los que no podemos ver. Sin el más remoto control en la programación de nuestra vida, hasta que nos apagamos para ya nunca encendernos salvo en la memoria de quienes, bien o mal, nos recuerdan y nos sintonizan en sus memorias. Y nos cuentan cómo se cuenta y se recuerda una serie inolvidable aunque se intente olvidarla.