Diálogos infinitos con Eielson
Diálogos infinitos con Eielson
Redacción EC

RAÚL MENDOZA CÁNEPA ()

Aunque el 2014 fue de homenajes al poeta y artista (que habría cumplido 90 años), es ineludible recordar hoy el trascendente diálogo entre Martha L. Canfield y Jorge Eduardo Eielson  en 1995 (hace 20 años) sobre algunos temas esenciales de la vida. Este encuentro fue publicado bajo el título “El diálogo infinito”. Pocas veces se ha editado una charla que invite tan sugestivamente a una reflexión profunda sobre el mundo y el espíritu. 


Creador sorprendido


Para el escritor el poeta y artista debe, por sobre todas las cosas, conservar “una suerte de inocencia, de prolongado asombro ante las cosas del mundo…” Canfield observa con lucidez que la vocación de Eielson es la de un omnívoro curioso, luego señala: “Tu deseo de saber es lo que te empuja a la exploración del fenómeno cósmico y humano. Mientras que lo que te hace embarcarte en tantas y tantas empresas creativas es una tendencia lúdica indestructible en ti en la que el puer (joven) sigue viviendo”. 


El joven o el niño perviven en aquel que crea, en el que se deleita con el proceso de creación, sin preocuparse por el resultado. Eielson completa el razonamiento cuando dice: “No existe ninguna barrera que separe el acto de aprender del acto de la creación. Personalmente no hago ningún esfuerzo cuando leo, escucho o veo algo importante, algo hermoso y significativo, que me llena de felicidad. De la misma manera, no hago ningún esfuerzo cuando escribo, pinto, concibo o realizo mis performances.”

Sabiduría zen


Uno de los influjos culturales más ricos del poeta fue el orientalismo.  Uno de los momentos más luminosos de su existencia, según su entender, fue cuando conoció al maestro zen, Taisen Deshimaru.  Según Eielson ateniéndonos al busdismo zen no se accede a ninguna forma de calma interior sin una larga y paciente disciplina. “Y sobre todo, no se trata de una fuga de la realidad, sino de un encuentro definitivo con la misma”. El budismo, nos dice, es una filosofía solitaria, “un trajín privado entre el individuo y su propia realidad interior, que luego …se transfigura en amor y compasión por las cosas del mundo”. El artista añade: “La llamada calma de la mente es una sola cosa con la paz del corazón, sede definitiva del misterio, de ese misterio que se llama Dios”.


No había día en el que el poeta se despertara sin pensar en aquel maestro y sin agradecerle el descubrimiento de ese don supremo que Eielson transforma en palabras: “Ese breve encuentro se ha convertido en uno de los más luminosos de toda mi vida y lo será cada vez más, a medida que aprenda de la vida misma, de los seres humanos, de los animales, de las estrellas, de las plantas, a compartir plenamente el milagro de la existencia”.  


En su locución señala que el zen es de un continuo don de sí: “Quien posee una flor o una sonrisa no puede permitirse guardárselos para sí mismo: es un deber ofrecerlos a los demás…” Eielson le agradece al budismo haberle permitido una distancia tal de las cosas que le permitió desarrollar su obra. En su concepción previa, creía que estaba llamado a mejorar con su talento y voluntad. Bajo las líneas orientales de su pensamiento se adhirió bien a lo que un maestro zen diría sobre las acciones humanas: “Come cuando tengas hambre, cúbrete cuando tengas frío, duerme cuando tengas sueño”. El artista remata con agudeza: “Ni las obras de arte más altas ni el pensamiento más elevado ni las más nobles acciones humanas podrían mejorar nunca lo que ya es un milagro”.


Eielson opina del arte clásico, se solaza con sus recuerdos plenamente felices de Roma. Canfield le recuerda, finalmente, a Eielson su voluntad de dispersar sus cenizas en el espacio con ayuda de una nave especial, el poeta concluye: “Yo también he intentado hacer de mi vida una obra de arte. No creo haberlo logrado. Tercamente intentaré hacer por lo menos de mi muerte una obra de arte. Es mi última posibilidad”.

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