En la primavera de 1822 grandes nubarrones ensombrecían el proceso de independencia. San Martín había dejado el Perú y el flamante Congreso Constituyente, liderado por una junta gubernativa, se debatía en pugnas internas. Entonces, se decidió organizar la campaña de puertos intermedios para intentar poner punto final al cada vez más fortalecido dominio español en el sur. El objetivo era atacar a los realistas desde las costas, entre Arequipa y Tarapacá, mientras un ejército por tierra los cercaría por la sierra central. El 10 de octubre, partió del Callao la expedición de seis embarcaciones y más de 5.000 hombres. Pero, pronto, la inexperiencia de la tripulación y las indecisiones de los altos mandos hicieron fracasar la campaña. Tras dos derrotas en Torata y Moquegua (19 y 21 de enero de 1823, respectivamente), la escuadra patriota quedó reducida a un escaso centenar de sobrevivientes. Hubo deserciones de mandos y soldados impagos deambulando por Lima, en medio de una lluvia de críticas.
Era el clima perfecto para urdir el primer golpe de Estado de la república naciente. Entonces, Agustín Gamarra y Andrés de Santa Cruz se amotinaron y forzaron la salida de José de la Mar, titular de la junta gubernativa, e impusieron a Riva Agüero como presidente. Así nacían el caudillismo en medio de la guerra y una cultura política caracterizada por la toma del Estado como botín. Los historiadores Carmen McEvoy y Gustavo Montoya han usado el término ‘cambiamiento’ para definir esas asonadas constantes en esa década, que fueron un preludio de lo que vendría en años posteriores. Así lo explican en “Patrias andinas, patrias citadinas”, un libro en el que desmenuzan los intereses encontrados, los complots, las intrigas, pero también las lealtades y los grandes propósitos de los primeros republicanos, así como el compromiso de una plebe afrodescendiente, indígena y andina que apostaba por la libertad. Todo ello en la turbulenta década de 1820, cuando el Perú pasó del virreinato a la anarquía.
El libro “Patrias andinas, patrias citadinas”, escrito a cuatro manos por Carmen McEvoy y Gustavo Montoya ha sido editado por Crítica, sello de editorial Planeta. Sus fuentes se basan, sobre todo, en la colección documental –más de 100 volúmenes– del sesquicentenario de la independencia.
Todas las fuerzas
“El cambiamiento –afirma Mc Evoy– es un modelo importado que viene con esos oficiales españoles (La Serna, Canterac, Valdés) que dieron el golpe al virrey Pezuela en 1821 y dejaron un mecanismo que se va perfeccionando a lo largo de una década y finalmente se nacionaliza en manos de los caudillos, quienes se deshacen de autoridades con la validación extralegal de un golpe de Estado en el que el presidente elegido no puede defenderse y es subido a un barco y enviado a la muerte”. La historiadora se refiere a lo sucedido con el propio La Mar en junio de 1829.
“Patrias andinas, patrias citadinas” apunta también a relatar desde adentro el proceso independentista. Gustavo Montoya destaca lo siguiente: “Hemos descubierto algo que ningún libro de historia dedicado a esta época había mostrado: en este período los pueblos se organizan en montoneras y milicias y van gestando el proyecto de liberar Lima del gobierno virreinal. Ocurren mil cosas. Hay un ambiente de efervescencia indudable y hemos querido transmitir este escenario. Con esto estamos rebatiendo una tesis que ha tenido cincuenta años de vigencia y que habla de la independencia concedida, no hay tal cosa. Hemos reconstruido cómo se movilizan en el norte esclavos, campesinos… Son tantos que en un momento San Martín dice ‘ya es demasiado’”.
Es un momento –explica McEvoy– en el que se desatan todas las fuerzas: “Hay una multiplicidad de agendas en disputa. Están las agendas grancolombianas, chilenas, rioplatenses. Están las agendas locales. Y todas están funcionando al mismo tiempo. Esto no se puede resumir en un jingle, sino es el azar y la contingencia actuando simultáneamente porque muchos de los actores incluso dudan de su propio accionar, retroceden, cambian de parecer… La república tiene dos enemigos: la anarquía y la corrupción, y los dos se dan al mismo tiempo. El objetivo de todos es la captura del Estado, porque este va proveer empleos y un destino a una confluencia de soldados que sienten que se les debe. Por eso, la conspiración se democratiza. Todos están conspirando contra todos, cabos, sargentos, soldados rasos. Es como la tormenta perfecta”.
Corredor plebeyo
Lo extraño al final es que, a pesar de todo, la independencia se concreta. Para eso, existen hechos decisivos como el apoyo de los jefes de guerrilla a la causa patriota. En el libro se reproducen cartas que prueban cómo españoles como Canterac o García Camba quisieron comprar a Ignacio Ninavilca o José María Guzmán, dos de los principales líderes indígenas para que cambiaran de bando, pero estos mantuvieron intacta su fidelidad a los ideales libertarios. “Existió un corredor republicano plebeyo entre la sierra de La Libertad, Huaraz, Huánuco, Junín, que no se ha estudiado al detalle, pero que fue decisivo –dice Montoya–. Sin ese corredor que Bolívar usó para llegar a Ayacucho y sin el apoyo de estos comandantes de guerrillas que para 1824 tenían ya tres años de experiencia en combate, tenían certezas ideológicas y una cultura política, sencillamente la independencia no hubiera sido posible”.
En el sexto y último capítulo del libro, los autores recuperan esas biografías de actos desprendidos y heroicos que surgieron como luces en medio de las sombras de la guerra. Actos y voces que se elevan para dotar a la república de sentido y de una búsqueda de justicia, igualdad y virtud que, como dice McEvoy, perdura hasta el bicentenario.
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