Es un día después de Navidad, y Emmanuel Carrère, uno de los mejores escritores franceses de las últimas décadas, me habla del reino de Jesús. No es un catequista ni un predicador: es un hombre que hace 25 años se convirtió al cristianismo, totalmente convencido de haber sido “tocado por la gracia”, seguro de que la palabra de Dios lo salvaría de su terrible depresión, de ese abismo al que había caído para volverlo una persona infeliz, alguien que no podía amar a nadie. Pero al cabo de un tiempo renunció a la religión como quien renuncia a un matrimonio, siguió escribiendo historias de personas que sucumben al espanto y la locura, y muchos años más tarde publicó un libro sobre ese cristiano que fue y que hoy no es más que un extraño conocido.
Son las nueve de la mañana en Tailandia, a donde Carrère ha viajado con su familia para pasar las fiestas de fin de año, pero al otro lado del mundo, en Lima, sigue siendo un 26 de diciembre por la noche. Una coincidencia involuntaria nos ha reunido en esta fecha para hablar de ese libro llamado El reino, que trata sobre los inicios del cristianismo —san Pablo y san Lucas son las estrellas de esta historia— y de su propia experiencia como cristiano. Pero también parece ser la fecha ideal para hablar de otra de sus obras: De vidas ajenas. En el verano del 2004, 11 años atrás, Carrère estaba con su familia en Sri Lanka disfrutando de las mismas fiestas de fin de año cuando de pronto, un día después de Navidad, una ola de casi 15 metros de altura arrasó con la isla y mató a cerca de 30.000 personas. Carrère y su familia estuvieron allí, fueron testigos del horror: hombres que salían embarrados de los escombros, casas destruidas flotando sobre el mar, cadáveres grises hinchados por el agua. Más de una década después y vía Skype, el escritor francés luce esta noche como un sobreviviente en vacaciones: la piel bronceada, el gesto alegre y tranquilo, la camisa abierta en el pecho. Atrás quedaron la desgracia del tsunami, la depresión que lo llevó a refugiarse en el cristianismo. Hoy Carrère es un escritor que se tumba en la playa sabiendo que está en el mejor momento de su vida. Escribir libros también trata de eso: poner en papel lo terrible para poder vivir.
Sin embargo, durante algunos años, escribir fue lo único que no podía hacer. Tras la publicación de su cuarta novela, Carrère se bloqueó, era incapaz de escribir una sola línea que le gustara, se volvió inseguro, voluble, confuso, sarcástico, cada vez que hablaba con alguien se corregía a sí mismo, matizaba cada frase que decía, advertía a su interlocutor que sería inexacto, que lo que tenía que decir era mucho más amplio y complejo. Su matrimonio estaba arruinado, no sabía cómo amar. Así es como empieza
El reino. Pero entonces ocurre lo inesperado: Dios lo salva. Durante casi tres años, entre 1990 y 1993, el cristianismo fue su modo de curarse de la neurosis. “De repente, las palabras del Evangelio han cobrado vida para mí. Ahora sé dónde están la Verdad y la Vida. Desde hará pronto 33 años, apoyándome solo en mí mismo, no he dejado de tener miedo, y hoy descubro que se puede vivir sin miedo […]. Quisiera que esta alegría perdure, aunque bien sé que no es tan sencillo, que vendrá de nuevo la oscuridad, que me envolverá la corteza endurecida del hombre viejo, pero tengo confianza: ahora es Cristo el que me conduce”, escribió Carrère en una carta que figura en El reino. Todos los días leía un versículo del Evangelio de san Juan y hacía apuntes en un cuaderno. Imbuido en la fe, se casó por la Iglesia, bautizó a sus dos hijos, asistió a misa cada día de la semana en donde se confesaba, comulgaba y obligaba a su familia a que rece con él. El cristianismo colonizó su vida. Si alguien le hubiera sugerido en ese entonces que ciertas partes de la Biblia podrían ser ficción, Carrère lo habría sentido como una ofensa, habría estado convencido de que intentaban provocarlo, de que una alusión de ese tipo no es invitación a un debate sino a una pelea, de que aquello era lo mismo que insultaran a su madre o a su esposa, pero ahora es él mismo quien lo sugiere. Luego de ser casi un fundamentalista cristiano, de creer que la Escritura escondía un mensaje cuya única finalidad era salvarlo, Emmanuel Carrère desertó. Ya no sentía la necesidad de aferrarse a la fe. Empezó a cuestionar ciertos pasajes de la Biblia y a desconfiar del evento fundacional del cristianismo: la resurrección de Cristo. Todo lo que antes para él significaba la verdad absoluta de las cosas, aquello que le hizo cambiar su forma de ver el mundo, ahora ya no significaba nada. El reino es la historia de un agnóstico que, al mismo tiempo que reconstruye las vidas de san Pablo y san Lucas, se enfrenta a su propio fantasma: ese cristiano que fue y a quien durante mucho tiempo ignoró.
Si uno se pone a pensar por un instante —afirma Carrère—, el cristianismo resulta una cosa extraña. Es la historia de algo imposible que sin embargo acontece: una resurrección. “La religión no es solamente una doctrina, es también una historia, pero una historia muy rara: es darse cuenta de que en un determinado momento un grupo de personas se puso de acuerdo para creer en algo”, explica Carrère desde el otro lado de Skype. Y esa historia tan rara, que resulta del “mismo género que la mitología griega o los cuentos de hadas”, le atraía. Advierte que no lo dice con un ánimo de polemizar, sino porque una de las cosas que le interesaban era que el lector tomara conciencia de esa extrañeza. “Soy agnóstico, pero tengo mucho interés y simpatía por el cristianismo. Más allá de la creencia, la religión es también aquello que dijo Cristo, es esa visión del mundo con la cual me siento muy identificado”. Para Carrère no se trata solo de la fe, sino de una manera de ver la realidad. Por eso El reino no excluye a ningún lector: no interesa si eres cristiano, católico, evangelista, testigo de Jehová, agnóstico o ateo, igual querrás leer las 500 páginas del libro. Más pronto que tarde, discrepar de lo que dice te deja de importar, bajas la guardia, te rindes. Ya está hecho: has empezado a convertirte en un apóstol de Carrère.
no ficción
Si la historia de su vida espiritual muestra a dos personas muy distintas —el agnóstico y el cristiano—, su historia como narrador tiene dos grandes personajes: el novelista y el autor de no ficción. Antes de convertirse en el célebre escritor de El adversario, de ser traducido a más de 15 idiomas, de adaptar cuatro de sus libros al cine, de volverse un best seller en Francia, de ganar los premios más importantes de su país como el Renaudot o el Prix des Prix, de erigirse como uno de los autores más exitosos de no ficción, Emmanuel Carrère escribía novelas que no le gustaban. Novelas que ahora considera pésimas. Recuerda que, a los 26 años, cuando presentó a la editorial su primer libro El amigo del
jaguar, la editora le pidió que lo reescribiera. “Yo estaba muy orgulloso de haberlo hecho como un solo párrafo de 300 páginas. Pensé que era increíblemente elegante, un ejemplo de gran radicalidad literaria”, cuenta Carrère en una entrevista de The Paris Review. De su segunda novela afirma que es pretenciosa, que parece un chiquillo engreído que grita todo el tiempo “miren lo que puedo hacer”, y que usó la palabra bravoure en el texto solo para justificar el título, que le encantaba: Bravura. De su cuarto libro asegura que fue un fracaso, ni siquiera le gusta hablar de él, prefiere olvidarlo, hacer como si no existiera. Pero no solo hay decepciones en su historial de novelista. Su primer éxito literario fue con El bigote, una novela que más parece una pesadilla: un hombre se afeita el bigote que había tenido por diez años, pero nadie se da cuenta. Peor aun, su esposa y amigos le aseguran que nunca tuvo uno. Este hecho insignificante transforma su vida y lo sumerge en una terrible paranoia que lo llevará hasta la muerte. Carrère escribió el libro en solo tres semanas, incluyendo las correcciones. Su historia es tan perturbadora que la editora se negó a releer las últimas páginas. Aparte de esta novela, la otra por la que Carrère no se sonroja es Una semana en la nieve. Hoy, sin embargo, pocos recuerdan ese tiempo en que él era novelista, esa época en que solo escribía ficción y que ahora suele verse como una especie de prehistoria de su carrera, como si todos aquellos años de escritura hubieran sido una preparación para lo que sería después: un escritor de la realidad.
Su etapa de no ficción empezó por un asesinato. En enero de 1993, el francés Jean-Claude Romand mató a su esposa, a sus hijos y a sus padres después de haber mentido durante 18 años haciéndoles creer que era un destacado médico cuando en realidad no era nada: se pasaba todos los días en su auto, escondido en una playa de estacionamiento. Cinco días después, Carrère leyó la noticia en el diario y ya no pudo sacársela de la cabeza. Se obsesionó con el caso, y esta fascinación por un hombre que había matado a su familia lo hacía sentir culpable. Albergaba la sospecha de que, si tanto le atraía una historia como esa, era porque algo de toda esa brutalidad tenía que ver con él. Se veía a sí mismo como el único elegido para contarla, en sintonía con el hombre que había cometido los crímenes, pero a la vez tenía miedo y vergüenza. Vergüenza ante sus hijos porque su padre escribiese sobre algo tan terrible. Pronto se percató de que no podía hacer ficción de la tragedia, así que decidió componer el relato como si fuera un reportaje, en primera persona y narrando el proceso de escritura. Durante los siete años que le llevó terminar El adversario, Carrère se hundió en la más pura desesperación: no solo porque le fuera muy difícil escribirlo, sino porque todo aquello le hacía sentir como en una película de terror. Cuando se publicó, el libro tuvo un gran éxito de ventas, ganó algunos de los premios franceses más prestigiosos, se tradujo a más de una docena de idiomas, los críticos lo celebraron como una gran revelación, pero él estaba devastado. Necesitaba huir de esas historias. “La locura y el horror han obsesionado mi vida —escribió más tarde—. Los libros que he escrito no hablan de otra cosa. Después de El adversario, ya no aguantaba más. Quise escapar”. Creyó que lo hacía amando a una mujer y haciendo una investigación sobre su abuelo, al mismo tiempo que realizaba un documental acerca de un pueblo perdido en Rusia. “Allí permanecí largo tiempo al acecho, a la espera de que ocurriese algo. Y ocurrió: un crimen atroz. La locura y el horror volvían a darme el alcance”. Era el origen de Una novela rusa.
De todos sus libros, ese es el más personal y el que le trajo mayores problemas: habla sobre los secretos de su madre, sobre las infidelidades de su expareja, sobre sus propias miserias. “Una de mis reglas es no escribir acerca de hechos que podrían afectar a personas que quiero —declara Carrère—, pero con este libro la rompí. Dije cosas que lastimaron a mi madre y a la mujer que amaba. Hice algo que moralmente desapruebo, pero si debo ser honesto, no me arrepiento de haberlo hecho. En ese momento de mi vida era vital que lo hiciera, que me atreviera incluso a transgredir las cosas en las que yo creía”. Escribir también es ir en contra de uno mismo. Es traicionarse, es ser a veces un canalla y un desvergonzado. Es entrar a la batalla sin armas, convencidos de que nos apuñalarán y de que la mano criminal no será otra que la propia. Es dispararse en el cráneo con el único objetivo de salir ileso. Es saber que, si no estamos a punto de morir, no viviremos.
saltar al abismo
Ha pasado casi una hora. Al otro lado de la pantalla, Carrère me cuenta que escribió Una novela rusa sumido en una profunda depresión. En ese entonces él sospechaba que sería lo último que escribiría. Mientras lo escucho, pienso que su vida ha oscilado como un péndulo entre el gozo del éxito y una terrible sensación de angustia. En De vidas ajenas, un libro que escribió con cierto “confort psicológico”, habla de un zorro que lo devora por dentro y del que nunca ha podido librarse. Es una metáfora que utiliza en sus libros para retratar esa oscura dimensión que, alojada en lo más profundo de nosotros, aparece en algún momento para destruirnos. El zorro es el miedo y la enfermedad. Es el cáncer. Y De vidas ajenas es un sombrío peregrinaje al centro mismo de la desolación. “En este libro se habla de la vida y la muerte, de la enfermedad, de la pobreza extrema, de la justicia y, sobre todo, del amor. Todo lo que se dice en él es cierto”, escribe el autor en la contratapa. Este es un relato sobre el cáncer que mató a la hermana de su esposa, pero también sobre nuestra fragilidad ante el dolor. Sobre el miedo de perdernos en el pozo más turbio de la angustia y no poder salir. Sobre derrumbarse. Es como si Carrère nos dijera: hay un abismo en el interior de todos nosotros al que, mientras algunos observan desde lejos, otros son llamados a caer.
Es en ese vértigo del abismo en el que parece vivir el protagonista de Limónov: un hombre que fue al mismo tiempo un poeta, un delincuente juvenil, un enfermo psiquiátrico, un escritor de culto, un sirviente, un golpista frustrado. Se trata de una gigantesca investigación sobre la vida de un individuo que, a la vez, sirve para hablar de la historia de todo un país. Pienso que quizá este sea su libro más celebrado, pero el escritor francés prefiere destacar también los demás: “En general, mis últimos cinco libros han sido bien recibidos por la crítica y el público. No tengo nada de qué quejarme”. Y es verdad: Carrère parece haber encontrado el antídoto perfecto para la enfermedad de los malos libros. Ya no es aquel novelista errático de hace años, tampoco el autor atormentado que escribía desde la desesperación. Ahora él piensa que está muy lejos de todo eso, que finalmente se ha curado, que contra todo pronóstico es un hombre feliz. Pero no quiere olvidar a aquella persona que ha sido, no quiere ignorar al zorro que por tanto tiempo le devoraba las entrañas. Muy dentro de sí, es consciente de que el abismo sigue abriéndose, solo que ahora ya no se asoma al agujero. Como dice en
El reino, “existe en el interior de cada uno de nosotros una ventana con vistas al infierno”, y aunque ya no se asuma a sí mismo como un hombre desdichado, sabe que esa ventana continúa ahí, que nunca dejará de existir y que de nada sirve ponerle cortinas, pero también sabe que, al menos por ahora, él ha vencido. Expresar el horror fue su victoria.