Podemos apostar lo que quieran: dentro de algún tiempo, en alguna parte de Europa, algún museo de prestigio le dedicará una retrospectiva a Femen, el grupo ucraniano de activistas políticas. Ya ha inspirado una película —Ucrania no es un burdel— y un libro que recoge su esencia —“En el principio era el cuerpo”—. Dado que su activismo, reducido por ellas mismas al triplete atacante “Sextremismo, feminismo, ateísmo” y a estos eslóganes: “Nuestra misión es la protesta, nuestras armas son los pechos desnudos, nuestro dios es la mujer”, ha sabido manifestarse en lugares deslumbrantes y ante personalidades destacadas, si hay algo que está fuera de discusión es que el combate de Femen ha logrado producir abundante fotogenia, como para llenar las salas de cualquier museo principal.
Todo comenzó en julio del 2008, cuando la prensa internacional se hizo eco de una protesta de jóvenes ucranianas contra la mercantilización del cuerpo femenino, la prostitución, la condición de “burdel de Europa” que, según ellas, estaba ganándose el país debido a la permisividad de su gobierno (que obtenía con el turismo sexual insólitos dividendos). No es raro ver en aquellas crónicas adjetivos que alaban la belleza de las jóvenes que, para realizar su performance, se disfrazaron de prostitutas: es obvio que venían a justificar el hecho de prestarle atención a una decena de chicas disfrazadas y con pancartas que gritaban en la Plaza de la Independencia de Kiev, como si la noticia no fuera la protesta, ni que la corrupta Ucrania postsoviética se hubiese convertido en el burdel de Europa, sino que las manifestantes fueran tan fotogénicas y mostraran tal dominio del espacio escénico. La película de Kitty Green, quien se unió al grupo un año y escarbó en sus orígenes, comienza con una impactante acción de las Femen en un campanario del que las sacan a golpes. Luego se dice: “Después de la caída de la Unión Soviética, Ucrania vivió una grave crisis, muchas ucranianas tuvieron que irse a buscar trabajo a Europa, pero acabaron en burdeles como esclavas sexuales. Y el mundo empezó a ver al país como un gran burdel. Los turistas venían buscando putas. Teníamos que hacer algo para protestar, para decirle al mundo que nuestro cuerpo no está en venta”. La fundadora de Femen, Anna Hutsol, manifiesta: “Vimos que había un vacío de mujeres activistas en nuestra sociedad; Ucrania está orientada a los hombres, y las mujeres juegan un rol pasivo”.
Al principio la seña de identidad del grupo —el topless— no entraba en sus puestas en escena. No fue hasta el 2009 cuando Oksana Shavko decidió mostrar los pechos en una protesta en Kiev: las demás comprobaron que ese gesto multiplicó por mil el interés en sus acciones. En esas protestas iniciales contra cualquier forma de patriarcado, la violencia para reprimirlas no fue ninguna broma, pero esa reacción policial (o de otros ciudadanos que las consideraban indecentes) formaba parte del propio espectáculo. ¿Espectáculo? Obviamente, hay en los principios del grupo una clara conciencia de que para llamar la atención de los medios se tiene que ofrecer algo nuevo: abrir un noticiero con imágenes de muchachas rubias, atléticas y desnudas, que utilizan su belleza para gritar “No somos putas” o “Nuestro cuerpo es nuestra propiedad”, garantizaba grandes niveles de audiencia y el despertar de un interés mediático que enseguida obtuvo recompensa: generó un debate acerca de si el feminismo daba un paso suicida, o si el fin —la denuncia— justificaba los medios. Parece claro que Femen ganó su apuesta, porque en muy poco tiempo el movimiento se expandió; porque muchas jóvenes se convirtieron en activistas; porque el pequeño grupo de ucranianas abrió sedes en distintos países y multiplicó su actividad y sus eslóganes. Gobernantes, autoridades religiosas, grandes eventos —el último de los cuales fue el Fórmula 1 de Canadá— se convirtieron en sus víctimas, y a la vez en sus cómplices: cuanto más importante fuera el mandatario, más eco tendría la acción. A veces esta no duraba más que los pocos segundos en los que cabían los gritos de unas chicas semidesnudas: lo más significativo era el lugar donde se producían esos gritos. Por ejemplo, una cumbre diplomática en Hannover entre el presidente ruso Putin y la canciller alemana Merkel. Otras acciones resultaban más trabajadas y ‘guionizadas’, como orinar sobre una foto del presidente de Ucrania para protestar por la falta de baños públicos, o el derribo de la cruz que presidía una plaza consagrada a las miles de víctimas católicas perseguidas por el comunismo (por esa acción se les abrió una causa criminal en Ucrania, y tuvieron que huir de allí), pero menos ‘televisables’. Una acción merece recensión por su ironía: en ella, una activista con sobrepeso y nada fotogénica va vestida de actriz porno, rodeada de las demás activistas rubias y fotogénicas, que van avisando de su paso y apartando a los viandantes: “¡Cuidado, hay una bomba sexual suelta!”, “¡Atención, puede estallar!”. La activista gorda se queda desnuda, pasea por la calle principal de Kiev ante el estupor de los presentes. Esa acción casi teatral tuvo, sin embargo, muy poco eco en la prensa internacional.
La verdad (semi)desnuda
El gran año del movimiento fue el 2012. Ucrania era una de las organizadoras de la Eurocopa, y el grupo empezó a denunciar cómo se estaba preparando todo para que la muchedumbre de visitantes saciara sus ansias, después de los partidos, en los burdeles del país, con una permisividad gubernamental vergonzosa, dado que allí la prostitución es ilegal. Además, se hicieron visibles en los Juegos Olímpicos de Londres denunciando que el Comité apoyaba sanguinarios regímenes islámicos: unas activistas vestidas con chilabas blancas se desnudaron para proclamar desde su piel: “No a la sharia”. Tras una simple mirada las imágenes de aquel día nos susurran algo: casi todas corresponden al momento en que la policía las detiene o cuando forcejea con ellas, no hay casi fotografías de los momentos en que las activistas sencillamente gritan sus consignas —se leen a sí mismas, leen lo que llevan escrito en el cuerpo— ante el estupor general. Para que un acto de Femen tenga sentido y potencia, hacen falta dos actores: las activistas gritando y los policías forcejeando para que dejen de gritar, para encerrarlas en sus furgonetas.
Naturalmente el modo de operar de Femen tiene mucho de teatral. Le pregunto al ensayista colombiano Carlos Granés — autor de La invención del paraíso, un ensayo sobre el Living Theatre, grupo experimental fundado en 1947 que concebía el teatro como una forma de vida y que retoma el concepto de “teatro vivo” formulado por los futuristas rusos —, quien responde: “Femen es heredera del teatro de guerrillas, de esas incursiones rápidas y bien calculadas que hacían grupos norteamericanos de los sesenta, como el Living Theatre, la San Francisco Mime Troupe, los diggers o los yippies, para producir revuelo y transmitir un mensaje a quien pasaba por ahí. El Living Theatre actuaba en favelas, plazas y fábricas; la Mime Troupe llegaba clandestinamente a los parques y allí montaba sus tenderetes y actuaba; los yippies hacían incursiones en la Bolsa de Nueva York o en la convención del partido demócrata. Femen recurre a las estrategias de estos grupos y les añade un elemento que solo los yippies tuvieron en cuenta: las cámaras de TV. Femen no actúa para quienes se encuentran en el lugar donde incursionan, sino para el mundo entero. Exhiben el pecho porque saben que eso atrae inmediatamente las cámaras. Su teatro de guerrillas es, también, uno mediatizado. Hoy en día el activismo político tiene mucho de teatralidad. En las manifestaciones antitaurinas o las protestas de Greenpeace vemos puestas en escena bien pensadas y diseñadas. Y es que sin teatro no hay cámaras, y sin cámaras que difundan un mensaje por los medios de poco sirve la protesta. El activismo político, para ser efectivo, debe jugar el juego de la sociedad del espectáculo”.
Los titulares sobre Femen se preguntan a menudo si el activismo del grupo —cuya sede se encuentra ahora en París, y que se autofinancia con la venta de productos como camisetas— es de veras feminismo, y si no controlan demasiado sus acciones, dado que estas se producen en su mayoría en lugares donde no se castigará con cárcel a las manifestantes. Pero también se han arriesgado en sitios como Marruecos, con dos activistas besándose, cuyos cuerpos tenían escrita la leyenda “In Gay We Trust”. Para esas acciones, obviamente, no se convoca a la prensa local, y se les recrimina que no se atrevan a arriesgarse en lugares donde podrían acabar en la cárcel o en la horca, como si lo que se les exigiese, para que demostrasen su pundonor y su valía, fuera el sacrificio de sus vidas.
Hablando de posturas
Les he preguntado su opinión a algunas escritoras y artistas jóvenes. Sara Mesa, autora de la excelente novela "Cicatriz", me dice: “Femen no me molesta ni escandaliza. Su manera de reivindicar usa el espectáculo para conseguir visibilidad. No es que asuman el espectáculo, sino que lo pervierten, le dan la vuelta, lo ponen en evidencia. Me parece bien, no estoy en contra, creo que escandalizar no está mal. Al mismo tiempo, no estoy convencida de que sea la mejor manera de protestar, porque al final los medios se quedan en la superficie (nunca mejor dicho: las tetas) y eso es muy fácil de caricaturizar. Prefiero otros métodos más indirectos y más efectivos a largo plazo. Como explicaba Cynthia Ozick, hoy cierto feminismo se basa demasiado en el cuerpo, en nuestras diferencias del cuerpo. Por eso de entrada lo de protestar enseñando las tetas me chirría un poco. Quiero ver también a hombres protestando por la ley del aborto o a mujeres mayores con tetas menos perfectas”. Esto es lo que decía Ozick cuando se le preguntó por el feminismo actual: “El feminismo clásico se esforzó para que las mujeres tuvieran acceso a todas las posibilidades mundanas, para que no las excluyeran de las profesiones, de los deportes, de la política. Las mujeres ya no estaban condicionadas por su anatomía. Pero las llamadas feministas de hoy parecen haber vuelto a los malos y viejos tiempos renovando esa circunscripción repudiada; apenas miran más allá de la anatomía”.
La fotógrafa y poeta María Alcantarilla responde: “Me resulta contradictorio que se pretenda ensalzar la igualdad remarcando las diferencias y, sobre todo, asumiendo comportamientos (¿roles?) que no nos corresponden. Hombres o mujeres indistintamente. Me resultan risibles expresiones como ‘lucha por la igualdad’ cuando ambos sexos me parecen, en esencia, lo mismo. Quizá sería conveniente sustituirlo por ‘lucha por la humanidad’ y listar las injusticias, las actitudes sin fundamento ni resultados positivos, las conductas ombliguistas que no incluyen al otro, las ofensas sin conciencia, los embudos con el ancho para un mismo lado siempre, las faltas de empatía y, sobre todo, el miedo. Tampoco creo en expresiones como ‘proyecto emancipador’ porque me parece imposible que se pueda cambiar, aportar, ser algo desde ‘afuera’, como entes que ‘despertenecen’ a un mundo pretendidamente dividido, hecho casillas y que, de nuevo, se rige por la lucha de poder”. En cuanto a la teatralidad de Femen: “No comulgo con ningún tipo de exceso y menos aun con aquellos que llenan los ojos vaciando el pecho y la cabeza de sensatez. Hacer de un supuesto bienintencionado trabajo en pos de los derechos un espectáculo es ridículo en la medida en que carece de lógica y, por tanto, de peso intelectual y de argumentos. Lejos de la victimización, me parece mucho más productiva la comunicación. Y a ese respecto queda aún mucho por aprender”.
Quien sí tiene claro que Femen no es el camino es Marina Perezagua, autora de dos asombrosos libros de relatos: “Me produce vergüenza ajena el tipo de feminismo que proponen. Me parece una impostura que el instrumento de protesta sea el pecho desnudo. El mundo no se escandaliza con eso. Las guerras matan civiles cada día. El personal de paz de las Naciones Unidas viola a menores. Estas rubitas y todas las morenas que las siguen no son más que burguesas a quienes les importa más un plano bonito que cualquier causa solidaria. Sin profundizar en cuestiones de género que serían interminables, como mínimo, su actitud es fútil. No son más que una pelusa de la que en el mejor de los casos uno se ríe, y en el peor, a lo Berlusconi, se le van los ojos, obteniendo placer a costa, de nuevo, de la mujer. Me irrita bastante, por otro lado, que la mayoría tenga un bonito cuerpo. ¿Qué pasa con las anoréxicas, las que tienen celulitis, los pechos por el ombligo, las ancianas? ¿No protestan? ¿O es que solo las atractivas tienen conciencia? Estas chicas son carne de pajillero, y eso está bien, pero que no me vengan con una causa solidaria porque contradicen todo sentido feminista y humano. Desnudarse está muy bien, pero para tener sexo, tomar el sol, exhibirse, ir cómoda por la casa o el mar, entregarse, acariciarse, mirarse, admirarse... pero no para protestar. El mensaje se está escribiendo en un soporte que nadie entiende más allá del soporte en sí. Un cuerpo desnudo es un cuerpo desnudo, no un mensaje. En México los cadáveres que cuelgan de los puentes son mensajes, eso sí funciona, y aunque cruel, cumple su función comunicativa y agresora. ¿Una mujer en topless para protestar en contra de los abrigos de pieles? Por favor”.
La poeta y videasta peruana Tilsa Otta no está de acuerdo con esa contundencia de Perezagua: “Me parece que el objetivo es llamar la atención de los medios sobre sucesos específicos y escandalizar con sus pechos revolucionarios, pues con el revuelo que ocasionan prueban su punto: que la sociedad quiere controlar los cuerpos de los ciudadanos y sobre todo los de las mujeres, mantenerlos dóciles, cubiertos, silenciosos. Y unas tetas al aire desafían la falsa moral, revelan el temor de la autoridad a la libertad personal. Las tetas de las Femen se resisten a ser objetos de deseo, erotizados y suaves; son grandes reflectores que señalan actos de represión e injusticia. Es escandaloso, pero también divertido usar las tetas como faros”.
Si hay algo que no se le puede discutir al movimiento es que ha sabido cómo amplificar su activismo político. Y ello ha sido gracias a que, de alguna manera, ha entendido el discurso soberano de nuestros tiempos, y lo ha utilizado a sus anchas para alcanzar la celebridad. Una celebridad que quizá no ha conseguido cambiar nada, pero que algún día, apostemos lo que quieran, merecerá una retrospectiva en algún museo.