"He visto cosas que ustedes humanos no podrían creer; naves de ataque en llamas más allá del hombro de Orión. He contemplado rayos-c centellando en la oscuridad junto a la Puerta de Tannhäuser… Todos esos momentos se perderán… en el tiempo… como lágrimas en la lluvia… Es hora de morir", monologa y se despide Roy Batty, replicante Nexus-6, sin baterías y soltando una simbólica e innecesaria paloma bajo el cielo sucio y lluvioso de Los Ángeles.
“Tengo miedo… Tengo miedo, Dave… Dave, mi mente se me escapa… Puedo sentirlo… Puedo sentirlo… Mi mente se me escapa… No hay duda al respecto… Puedo sentirlo… Puedo sentirlo… Tengo m…iedo”, se autodiagnostica con voz sonámbula la computadora HAL 9000 a bordo del Discovery One mientras el implacable astronauta-doctor David Bowman va desmontando, pieza a pieza, el rompecabezas de la memoria de la máquina.
Ahí estuvieron, ahí estarán y ahí vuelven a estar ahora —dos máquinas enloquecidas por su cuerda necesidad de alcanzar y superar a sus creadores— en todo su esplendor; de nuevo en mi ojo que refleja esas pupilas inmensas a las que se les practica un test de verificación (¿máquina o humano?) o a las que se irradia con la música ominosa de las esferas, más allá de Júpiter.
¿Y qué es lo que ha hecho que estas dos obras maestras de Stanley Kubrick y Ridley Scott hayan regresado a la pantalla grande de un par de cines de Barcelona, por tiempo limitado y en copias restauradas hasta alcanzar la perfección de imagen y sonido? ¿Alguna efeméride del género? ¿O tal vez por obra y gracia y capricho de un distribuidor queriendo resistirse con especial afecto a los efectos especiales de la "Tomorrowland" de ‘Walt Clooney’? En cualquier caso, qué importa, allá voy, con mi hijo de ocho años que no las vio nunca y conmigo mismo que hace tantos años que no las veo como corresponde. Así, grandes, inmensas, en la más luminosa e iluminadora de las oscuridades.
Y "2001: odisea del espacio" no ha envejecido ni un segundo (excepción hecha de su título, que ya queda cada vez más atrás). Y "Blade Runner" (culpable de todas esas calles con neón húmedo de tantos futurismos y videoclips desde entonces y, ah, la maldita palomita) sigue conmoviendo.
Y son muy diferentes, pero en algo comulgan una y otra: los cosmonautas de la primera y el detective de la segunda son mucho más fríos y funcionales que las sentimentales máquinas a las que se enfrentan y finalmente neutralizan.
Y, en ese sentido, las visiones en su momento lejanas de Arthur C. Clarke y de Philip K. Dick se complementan en la idea de que, desilusionados hoy ante el ominoso silencio del espacio donde parece no haber (o no demostrar el menor interés por manifestarse ante nosotros) ninguna señal de vida inteligente más allá de la nuestra, nos hemos convertido en aliens de nosotros mismos. Al no haber tenido encuentro cercano de ningún tipo, nos hemos consagrado a la construcción de nuestros propios alienígenas. Así, la exploración interior de nuestro propio cuerpo suplanta a la del espacio exterior y el cada vez más frenético ensamblaje de maquinitas y aparatitos hasta alcanzar el supuesto nirvana de relojes y teléfonos que lo hacen todo para que hagamos cada vez menos.
Abundan los libros proféticos al respecto (libros de ciencia-no-ficción), como los ensayos de Nicholas Carr ("Superficiales y atrapados"), donde se nos advierte de nuestra creciente y aparentemente imposible de satisfacer dependencia a chips y a teclas. Y otros recién aparecidos en inglés como "Rise of the Robots", de Martin Ford, y "Shadow Work", de Craig Lambert (donde se nos previene de que la creciente mecanización de trabajos dejará desempleada a casi la mitad de la humanidad de aquí a unas pocas décadas) o "Future Crimes" de Marc Goodman (donde se nos avisa de la creciente vigilancia informática sobre nuestras inocentes personas porque nunca se sabe cuándo podemos recibirnos de culpables).
Warning! Warning! No es que —como aullaban los Sex Pistols—no haya futuro sino que hay demasiado. Y ya está aquí, presente y resuelto a no pasar. El "qué será, será" de Doris Day mutando a "qué es, es". Y no va a ser tan sencillo de desenchufar como un Nexus 6 o una HAL 9000. Y nos tocará a nosotros tener miedo y morir y apagarnos.
Mientras escribo estas líneas, me entero de que el joven magnate ruso Dmitri Itskov pone a punto su avatar androide al que trasplantará su cerebro cuando muera, y de que el 2045 será el año en que se alcanzará la “singularidad” entre hombre y máquina y… (envío estas líneas y me avisan desde la Nave Madre de El Dominical que se parece mucho a otras de Jerónimo Pimentel, que no había leído y donde me menciona, y es cierto; y me pregunto, cyber-paranoide, si no estaremos ya todos conectados por cableado invisible y sombrío y trabajador, pensando en lo mismo sin saber qué pensar).
Ahora —todavía falta un poco para tanto, para ver tantas cosas— suena en casa el casi retro-futurista "Everyday Robots" de Damon Albarn. Un disco melancólico (¿puede volver a decirse disco ahora que está de moda el vinilo como lujo vintage?) y una canción triste. Cuenta Albarn —quien alguna vez vez afirmó que le encanta “cantar al futuro”, recordar “The Universal”, de Blur, con clip color naranja mecánica— que todo el asunto se le ocurrió en medio de un atasco en el tráfico de una autopista en California. Allí, de pronto, vio a todos los conductores matando y (deshaciendo) tiempo, dentro de sus autos, hipnotizados por sus pantallitas. “De seguir así, en el futuro seremos todo pulgar”, apuntó Albarn. Si me lo preguntan: cambiar ojo por pulgar no es buen negocio.
"Everyday Robots" abre con un fragmento de un monólogo del stand-up comedian norteamericano Lord Buckley (1906-1960) poniéndose en la piel del explorador Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Un terranauta de su tiempo exclamando: “Ellos no sabían hacia dónde iban, pero sí sabían dónde estaba, ¿verdad?”.
Pues eso.