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Gene Kelly: garbo y zapatillas de ballet - 2
Claudio Cordero

No les falta razón a quienes sostienen que el musical es un género con acta de defunción. Las películas con canciones y coreografías se seguirán haciendo mientras exista el cine, pero es improbable que volvamos a tener estrellas como Gene Kelly y Fred Astaire, los bailarines más sensacionales que hayan pasado por Hollywood, protagonistas de los clásicos que definieron el musical. Lo curioso es que el momento más glorioso en la historia de un género declarado muerto tenga como motivo la más pura reafirmación de la vida. Previamente, la canción “Cantando bajo la lluvia” había sido interpretada en la pantalla grande por artistas de la talla de Jimmy Durante y Judy Garland (en 1931 y 1940, respectivamente), pero lo que Gene Kelly hizo con ella fue un milagro. En retrospectiva, terminó siendo la culminación de una carrera admirable. Gracias a esta escena, podemos estar seguros de que los musicales antiguos jamás serán olvidados. Allí estará siempre Gene, desafiando las fuerzas de la naturaleza con la gracia de sus movimientos, recordándole al mundo que la felicidad está al alcance de todos los bolsillos, que la danza es un derecho universal y que el musical es un arte de perfeccionistas. Pero el legado de Gene Kelly no empieza ni termina con tan icónica actuación. A dos décadas de su fallecimiento —ocurrida el 2 de febrero de 1996, a los 83 años— es tiempo de rememorar a una personalidad irrepetible delante y detrás de cámaras; un genio del cine.

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Con el transcurrir de los años se acrecienta la brecha con el Hollywood de la era dorada. Lo sufren todos los géneros, especialmente el musical, considerado el más ligero y anticuado. Hasta que uno descubre las películas de Gene Kelly y se da cuenta de lo modernas que pueden llegar a ser. Es interesante advertir cómo el género había evolucionado para 1942, año del debut oficial de Kelly como actor de cine. Mucha agua había corrido bajo los puentes desde el estreno de "El cantante de jazz" (Alan Crosland, 1927), el primer largometraje sonoro y, además, el primer musical. Comenzó entonces una explotación desmedida del rutilante género, hasta que la novedad quedó enterrada. Hizo falta la imaginación del director Busby Berkeley para revertir la apatía del público con renovado asombro. Los números musicales se hicieron más extravagantes y la cámara se integró plenamente a la coreografía. La década del treinta perteneció a Fred Astaire, la gran figura del musical con sus pasos de baile, tan acrobáticos como elegantes, inalcanzables para los simples mortales. El período de máximo esplendor está estrechamente ligado a la creación de una unidad especializada en el estudio Metro-Goldwyn-Mayer, a cargo del productor Arthur Freed. Es en ese contexto que Gene Kelly arriba a Hollywood procedente de Broadway, impulsado por su triunfo como protagonista de la obra "Pal Joey", de Rodgers y Hart. Ya en sus treinta, se perfilaba como sucesor natural de Fred Astaire, 13 años mayor que él. Pero no ocurrió de golpe. 
     Recién con su octava película, Gene Kelly impuso su nombre. "Leven anclas" (George Sidney, 1945) representó un hito por varias razones: le trajo su primera y única nominación al Óscar —lo derrotó Ray Milland por "Días sin huella" (Billy Wilder, 1945)—; tuvo a su cargo la coreografía de todo el filme (incluyendo una célebre secuencia de animación con el ratón Jerry); y marcó su primera colaboración con Frank Sinatra, quien sería su compañero de reparto en otras dos películas (y a quién enseñó cómo bailar). Ahora sí podía medirse con Astaire, encuentro inmortalizado en "Ziegfeld Follies" (1946), la única vez que estas dos leyendas danzaron juntos frente a cámaras. En poco más de siete minutos, Gene y Fred se divierten a costa de su presunta rivalidad, una competencia cómica y autoparódica, con música y letra de George e Ira Gershwin. Ambos artistas se profesaban admiración y respeto, pero también eran conscientes de lo diferente de sus estilos. En palabras de Gene Kelly: “Fred representa a la aristocracia cuando baila”. A él, en cambio, le gustaba verse como la estrella de cine del proletariado. Su propio físico y su actitud como bailarín corroboraban este deseo. Sencillamente, parecía más idóneo para las olimpiadas que para el ballet. Kelly era un atleta que se lanzaba a la pista de baile con el ímpetu de un deportista de alta competencia. Una sutileza, como la cicatriz que lucía en su mejilla izquierda, vigorizaba su imagen masculina y ruda. 

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El maestro Vincente Minnelli le preguntó alguna vez a Gene Kelly cómo había sido posible que sus talentos —como director y actor, respectivamente— armonizaran tan bien, dados los choques de ego que abundan en la profesión. Para Kelly no había ningún misterio: “Es simple. Mi enfoque es menos esotérico y más carnal, mientras que el tuyo es evanescente y etéreo”. Esta asociación creativa dejó un par de obras maestras envueltas en colores impresionistas: "El pirata" (1948) y "Un americano en París" (1951). La primera es la mejor película de Gene Kelly en pareja con Judy Garland; una comedia donde las fantasías románticas de una joven comprometida para casarse (Garland) son correspondidas por un animador de circo (Kelly), quien adopta una personalidad falsa para conquistarla. Es la actuación más bufonesca de Kelly y también se cuenta entre las más mágicas. Quienes aún no han visto "Un americano en París" (ganadora de seis premios Óscar, incluyendo mejor película) deben considerarla en su lista de imprescindibles. Kelly interpreta, por supuesto, al personaje del título, un aspirante a pintor enamorado de una hermosa y escurridiza joven (Leslie Caron). La reputación de Gene Kelly era la de un seductor encantador e irresistible, pero nunca había proyectado tanta vulnerabilidad y dolor viril. Fue su primer papel realmente maduro dentro del musical, aunque ya había tenido roles dramáticos en cintas como "Luz en el alma" (1944) y "La mano negra" (1950), dos buenos ejercicios de cine negro que prescindieron enteramente de su talento musical.
     Hasta que llegamos a "Cantando bajo la lluvia", hoy considerado uno de los mejores filmes de la historia, pero que fue un modesto éxito de público y crítica cuando se estrenó en 1952. Fue la segunda película dirigida a dos manos por Gene Kelly y Stanley Donen [quienes habían maravillado con su anterior esfuerzo: la espléndida "Un día en Nueva York" (1949), favorita personal de Kelly entre todos sus trabajos]. En "Cantando bajo la lluvia" Kelly encarna a una estrella del cine mudo que tiene la cabeza en las nubes, hasta que el amor de una chica y la llegada del sonido despiertan nuevamente en él la chispa de la vida y de la creatividad. A mitad de la historia, luego de recuperarse de un estrepitoso fracaso, nuestro carismático héroe despide a su novia con un beso y emprende el camino a casa. Entonces se cumple esa máxima del musical que dice “canta cuando ya no puedas hablar, baila cuando ya no puedas caminar”. Lo que sigue es el número musical más gozoso jamás impreso en celuloide. 
     Pero en la vida real no todo fue alegre. 
     Si alguna vez les preguntan qué tienen en común "Los pájaros" (Alfred Hitchcock, 1963), "El resplandor" (Stanley Kubrick, 1980) y "Cantando bajo la lluvia", la respuesta es que sus actrices fueron torturadas psicológicamente por sus directores. Se sabía en Hollywood que Gene Kelly se transformaba en un tirano a la hora de ensayar y filmar. Tan obsesiva era su búsqueda por la perfección, tan rígida su ética profesional, que dejaba de lado cualquier tacto. Lo único que importaba era plasmar algo precioso y rítmico en la pantalla. Debbie Reynolds —entonces de 19 años— afirma haber sufrido durante todo el rodaje los abusos de su director e interés romántico en la ficción. 
 
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"Cantando bajo la lluvia" no fue el último éxito de Gene Kelly con los musicales pero difícilmente reapareció tan eufórico y desbordado de energía. Eso no quiere decir que debamos prescindir de títulos tan estimulantes como "Invitación a la danza" (Gene Kelly, 1952-1956), "Brigadoon" (Vincente Minnelli, 1954) y "Les Girls" (George Cukor, 1957), su último musical como protagonista. Mención especial para "Siempre hay un día feliz" (Gene Kelly y Stanley Donen, 1955), una pieza inesperadamente áspera y desencantada que refleja, en parte, el deterioro en la relación entre los socios detrás de "Cantando bajo la lluvia", quienes lamentablemente se enemistaron durante la filmación de esta película y nunca más se reconciliaron. Para nuestro consuelo y deleite, Kelly ofrece aquí un tour de force, bailando tap con patines mientras entona “I Like Myself”. Su última aparición deslumbrante fue en "Las señoritas de Rochefort" (Jacques Demy, 1967), musical a la francesa que recupera a Kelly como galán otoñal, un eterno romántico que se comunica mejor con bailes y melodías vocales, zapateando y alborotando la calle. 
     Gracias, Gene Kelly, por mantener viva la ilusión del musical; por bailar amor, bailar felicidad y bailar sueños. 

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