Mientras limpiaba la tumba de mi padre acompañado de mis hijos se me ocurrió que un día ellos harían lo mismo con la mía. Una botella de agua y un pedazo de tela. La tierra y el viento de La Planicie que suceden cuando los muertos quedan solos cubrían el nombre que compartíamos. En vez de rezos hubo selfies. Mi padre odiaba la tristeza.
Ese mismo domingo había recibido un paquete de Amazon. Una reedición de aniversario de un juguete de hace 50 años, el muñeco articulado G.I. Joe (1), celebración norteamericana de su mejor generación, aquella que ganó la Segunda Guerra Mundial. Estos aparecieron en Estados Unidos pocos años después de las Barbies, cuando una compañía fabricante de juguetes quiso demostrar que sí había una manera de que los niños jugaran con muñecas. Era cuestión de agregarles granadas, pistolas y rifles M16 como accesorios.
Los G.I. joes llegaron a Lima como llegaban entonces los productos extranjeros, tarde y desfasados. Debe haber sido a comienzos de los setenta, cuando ya se veían hippies sin zapatos en Larco. Entonces desde las escaleras espiaba las fiestas de mis hermanas, hipnotizado por el fascinante espectáculo de adolescentes bailando solas inquietante música africana. El origen, un LP de Osibisa. En la portada, amenazantes elefantes africanos con alas de mariposa alzaban vuelo: el fin de la infancia se anunciaba con dulzura salvaje e incomprensible.
Por entonces solo los mayores de 30 años simpatizaban con Vietnam. Ver a un niño con el muñeco de un soldado yanqui en la mano era ver a una víctima inocente de la burguesía sanisidrina, raya al costado, colonia Coquito, que le compraban la ropa en la tienda Pepe Grillo del centro comercial Todos. Ahí mismo, en Pasatiempo, enclave mágico del establecimiento, se las ingeniaban para tener juguetes importados en plena dictadura militar. Contrabando amable. Ahí mi padre me compró un G.I. Joe. Un gringo con cicatriz, pelo rubio y la sólida determinación castrense de pelear guerras imaginarias en la cocina de un país ajeno.
Algunas navidades después, un insomnio precoz reveló lo inevitable. Entre la media vigilia distinguí a mi padre colocando regalos bajo el árbol, labor hasta entonces atribuida a un impostor. Los regalos eran ametralladoras y demás herramientas letales propias del muñeco de marras, ya para entonces con una articulación seriamente comprometida (2). Su paradero final fue incierto. Se quemó en un incendio que hubo en casa y que arrasó un contingente importante de recuerdos varios. O se perdió en la mudanza final de mis padres, ya cuando toda la casa se les hizo una añoranza inmanejable.
Las cosas no son la felicidad, pero la evocan. Al ver el G.I. Joe en Amazon descifré una señal inexistente. Lo extraño es que al sacarlo de su caja no encontré la figura evocada. En vez del sargento anglosajón, rubio héroe caucásico de la infancia, apareció un soldado mestizo de negra cabellera. La nueva carne de cañón americana que habla spanglish y tiene residencia. El algoritmo de Amazon debe haberlo elegido como el indicado para un comprador sudamericano. Las carcajadas de mi hija al escuchar la historia atravesaban el cementerio con refrescante impropiedad. La lápida quedó impecable. Mi padre siempre odió la tristeza.
(1) Siempre se le llamó “yiyou”.
(2) Se le salía una rodilla.