Por la mención de Rodrigo Fresán la semana pasada fui a ver "The Avengers 2" por diversión (¿qué es más entretenido que ver el mundo destruirse una y otra vez?) y salí del cine con una idea. Es la maldición de la gente aburrida. Más allá de esa suerte de pornografía visual que crean los efectos especiales de las películas inspiradas en cómics y de la puntualidad con la que Whedon dosifica el humor para distender el espectáculo, hay una escena clave, quizá, inadvertida: cuando el software que maneja el emporio de Tony Stark, J.A.R.V.I.S., está a punto de ser fagocitado por otra forma de conciencia artificial, Ultrón. El combate entre las máquinas sensibles es un punto dramático de alto valor: la inminencia del fin nos halaga porque nos hermana.
La flexión es conocida y la ciencia ficción le ha sacado harto provecho en más de un siglo: deshumanizar para humanizar. Es como si necesitásemos extrapolarnos para conocernos, lo que produce un efecto que tributa el ego antropocéntrico: nada resulta más conmovedor que una máquina pidiendo clemencia. Así lo demostró el antecesor de J.A.R.V.I.S., HAL 9000, el antagonista de 2001: "Odisea del espacio", una computadora sensible que busca conservarse a sí misma al punto de querer destruir a sus programadores (lo que rompe, Arthur C. Clarke lo sabía, la primera ley de la robótica de Asimov).
Kubrick rondó durante mucho tiempo esa idea y casi se puede decir que la materializó a través de Spielberg en "Inteligencia artificial". Los robots, nos parecen decir ambos creadores, también buscan amor y empatía. Piénsese ya no solo en las últimas palabras del sistema a ser desconectado (“Dave, stop. Stop, will you? Stop, Dave. Will you stop Dave? Stop, Dave”), sino en el parlamento final de Roy Batty en "Blade Runner", una película que exige ser vuelta a ver cada año, por lo menos: “He visto cosas que los humanos ni se imaginan: naves de ataque incendiándose más allá del hombro de Orión. He visto rayos C brillando en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”.
El replicante afronta la experiencia más humana de todas, en el lenguaje eufemístico del filme, el retiro. La fibra que toca el parlamento posee un antecedente directo literario y en virtud a ello se puede decir que el lamento no tiene nada de cibernético, salvo los maravillosos efectos que produce el paisaje prestado. Rutger Hauer improvisó la coda —que no se encuentra en la novela de Philip K. Dick— a partir del último guion de David Peoples y, probablemente, "El barco ebrio de Rimbaud", uno de cuyos versos marca el tono del speech: “Yo vi los archipiélagos siderales que el hondo y delirante cielo abren al viajero…”.
Dar fe de la experiencia y darle nombre, esa parece ser la prueba última que cumplen los ingenios que, para parecerse a nosotros, reclaman singularidad. La galería es conmovedora: de Pinocho a J.A.R.V.I.S., de Frankestein a Batty.
Pero por un momento renunciemos a la tentación de entender estas historias como fábulas o metáforas y aceptemos el reto denotativo. ¿Qué tan lejos estamos de conseguir tales prodigios, no solo imaginarlos?
En el extraordinario ensayo "De animales a dioses" de Yuval Noah Harari hay una respuesta. El historiador israelí trata de señalar el momento en el que el hombre se “desprendió” del resto de la vida biológica para pasar a entenderse a sí mismo como una excepción, lo que se llama la revolución cognitiva (para el interesado, la aproximación filosófica es distinta y la hace Agamben en "Lo abierto"). Luego, a través del desarrollo de la bioingeniería, pasa a cuestionar en qué momento el hombre dejará de ser sapiens para pasar a ser un cyborg o una nueva especie aún por conocer. No estamos lejos de ese punto. Para algunos científicos citados por Harari, el Proyecto Gilgamesh —la búsqueda de la vida eterna— se cumplirá hacia el 2050, es decir, podrá ser disfrutado por algunas de las generaciones que hoy habitan el planeta (¿el futuro germen de los próximos conflictos sociales?). No seremos inmortales (no será inevitable fallecer si, por ejemplo, eres el ministro de defensa de Corea del Norte y te ejecutan con artillería), sino a-mortales. La técnica habrá superado al determinismo genético.
El logro parece plausible pero la motivación se nos escapa. ¿Para qué vivir tanto?, ¿en qué deseamos convertirnos?, o como dice el autor: “¿Hay algo más peligroso que unos dioses insatisfechos e irresponsables que no saben lo que quieren?”.
Atenta contra los sapiens un largo prontuario pero también un límite: no es posible imaginar una sensibilidad no humana o, por el contrario, requiere de una capacidad de abstracción y una precisión discursiva que la hace imposible de conceptualizar y narrar. Propiamente, ni siquiera podemos entender a cabalidad cómo ve un león o qué quiere decir un gato cuando ronronea. (De los murciélagos sabemos más; también de las ballenas). ¿Qué sentirá o qué dirá un hombre cuando se comunique con una computadora a través de señales eléctricas que podrán ser decodificadas tanto por el cerebro como por una interfaz conectada a Internet? O dicho de otra forma, para volver a tema, ¿qué sintió en verdad J.A.R.V.I.S. ante Ultrón?
Habrá que esperar a ver "The Avengers 3" o, en su defecto, hacer lo posible por vivir 35 años más.