Una ráfaga con imágenes de los años 50 me toma por asalto. Son los tiempos del mambo en Lima. De noches increíbles en El Embassy o El Pingüino. Música, literatura, la plaza San Martín y la vida es otra. En ese ambiente, una trompeta ligerita empieza a construir su historia. Es la de Tomás Oliva, “Olivita” para sus amigos. Ha llegado desde Negritos, Piura, a la capital. Tras unas butifarras en El Cordano, ensaya diariamente entre diez y quince horas.
Todo esto lo cuenta en una mesa del hotel Bolívar, en un día extraviado del 2018. Él radica en Nueva Jersey y visita Lima cada vez que puede. En ese momento, tiene 85 años de edad, pero la memoria intacta. Esa misma memoria lo lleva a la nostalgia. Recuerda, por ejemplo, la tarde en que se encontró inesperadamente con Tito Rodríguez en la plaza San Martín. Lo reconoció porque meses antes habían coincidido en Buenos Aires. Tito tenía la sensación de que le faltaba una trompeta más a su banda.
Esa noche, Oliva tocó en El Tumi con la voz más grande de Puerto Rico. Sí, el mismo que aseguraba que en la vida hay amores que nunca pueden olvidarse. El trompetista también fue acompañante de grandes intérpretes como Celia Cruz, Tito Rodríguez y Benny Moré.
Memorias musicales
Con Olivita se podía hablar tanto de las sonoras de Lucho Macedo o la de Ñiko Estrada como de agrupaciones de los años 80, como La Progresiva del Callao, o Aníbal López y La Única. El trompetista —líder de su propio proyecto Oliva Brass— fue testigo de cómo la música tropical se convirtió en salsa.
Por eso, cuando en 1989 se fue a radicar a Estados Unidos, no sorprendió que, al poco tiempo, ya estuviera trabajando con orquestas neoyorquinas. Durante cinco años estuvo en la banda de Junior González, el famoso intérprete de “La cartera”. Entabló una gran amistad de respeto mutuo con uno de los trompetistas cubanos más famosos del mundo: Alfredo “Chocolate” Armenteros.
Ese era Tomás Oliva, el peruano que, lejos de la salsa, también cruzó al jazz y a todo el universo musical que se le podía presentar. En 1971, por ejemplo, representó al Perú en la Orquesta Sinfónica Mundial, iniciativa del presidente Richard Nixon. Eran 142 músicos y allí Olivita sacaba la cara por el Perú.
Detrás de un pisco sour en la terraza del hotel Bolívar, Tomás Oliva vive cada anécdota en un sorbo de felicidad. No olvida la vez que acompañó a Benny Moré en sus actuaciones en el Perú: que el cubano era campechano, que se tomaba algunos whiskies antes de cada show y que le encantaba jugar póker. Hace una pausa en lo afrocaribe y, orgulloso, habla de la composición que le dedicó a la Marina de Guerra del Perú. Olivita es el autor de “Angamos”, esa marcha que suena cada 29 de julio en la Parada Militar. Los minutos volaron en esa conversa de hace tres años.
Ese día pidió caminar por La Colmena y llegamos hasta lo que fue el hotel Crillón. Pidió que le tomemos una foto y creo que disimuló muy bien su tristeza.
Tomás Oliva llegó al 2021 y un diagnóstico inesperado golpeó seriamente su estado de salud. La veneración y cuidado de sus hijos en Estados Unidos y en Perú se triplicó, aunque él porfiaba en vivir solo en su apartamento en Nueva Jersey. Nunca dejó de cocinar su aguadito de pescado o ver algunas cintas de actuaciones del pasado.
Hace algunas semanas, horas después de celebrar el Día del Padre, le pidió a su hija regresar al Perú. Presintió el final. El lunes ya estaba en Lima y se hospedó en Miraflores. Preguntó si en la prensa habían anunciado su regreso. Sus hijos vigilaron todas sus horas. Y el 4 de julio, a sus 88 años, la vida de Olivita se apagó en silencio. Silencio que contrasta con todos esos aplausos que recibió a lo largo de su vida.
Contenido sugerido
Contenido GEC