“Cuando finalmente me encontré con Abraham Trahearne, estaba bebiendo cerveza con un bulldog alcohólico llamado Fireball Roberts en un antro destartalado a las afueras de Sonoma, California, apurando hasta la última gota de una hermosa tarde de primavera.”
¿Cómo sustraerse ante el sortilegio de esta frase? Así se inicia El último beso ( 1978 ), una de las novelas negras más influyentes de los últimos años y que acaba de ser reeditada en español ( Salamandra, 2020 ). Según su autor, James Crumley, le tomó ocho años dar con ese arranque, que recuerda un poco el comienzo de El largo adiós de Raymond Chandler, quizá la cima del género. Por cierto, este fue el primer novelista policial que leyó Crumley, quien se quedó fascinado por sus elaboradas frases y atmósferas, y decidió cultivar esa vertiente.
Nacido en Texas, en 1939, creció en un hogar de pobres recursos. Buen alumno, consiguió una beca para estudiar Ingeniería, pero, al cabo de un año, optó por enrolarse en el ejército. Cumplió su servicio entre 1958 y 1961, lapso en el que fue destinado a las Filipinas. Después, regresó a la universidad y siguió Historia. Al percatarse de que no le interesaba la vida académica, se inscribió en el Taller de Escritores de Iowa. “Fue como estar en el cielo”, dijo acerca de la célebre institución, donde encontró espíritus afines y alternó con Nelson Algren, Kurt Vonnegut y Richard Yates. Allí escribió su primera novela, Uno que marque el paso ( 1969 ), que le valió para obtener el grado de maestría. Crumley aprovechó su experiencia en el sudeste asiático para abordar la guerra de Vietnam, y la crítica elogió su desbordante fuerza y autenticidad. Sin embargo, sería una rareza en su producción, pues descubrió que los demonios con los que lidiaba preferían los ambientes de la serie negra.
Crumley nos ha dejado siete novelas criminales y dos detectives privados bastante singulares. Milo Milodragovitch protagoniza Un caso equivocado (1975), Dancing Bear (1983) y The Final Country (2001), mientras que C. W. Sughrue hace lo propio en El último buen beso (así se titula la edición original), El pato mexicano (1993) y The Right Madness (2005). Ambos comparten roles estelares en Bordersnakes (1996). A decir verdad, los dos se parecen mucho: son bebedores, cocainómanos y mujeriegos. Cuando una vez le preguntaron al autor cómo se diferenciaban, respondió: “El primer impulso de Milo es ayudarte; el de C. W., dispararte a los pies”.
Road movies literarias
Si bien sus tramas incurren en algunas inconsistencias, está claro que lo que más importa no es resolver un enigma —como en los policiales al uso—, sino profundizar en caracteres y ámbitos sociales minados por una sorda violencia, que suele estallar con consecuencias imprevisibles. Crumley incide en la crisis moral que se apoderó de Estados Unidos luego de la derrota de Vietnam y de la pérdida de los ideales que emergieron en la década del sesenta. Sus novelas a menudo discurren como road movies, en las que la belleza del paisaje contrasta con la irrupción de personajes desencantados y malditos, cínicos y brutales, para quienes la única expiación está en la irracionalidad del fuego. Crumley escribe con una prosa que muerde, como corresponde a un mundo de pesadilla, pero también encandila con sus ráfagas de tosco lirismo. De algún modo, podría ser una suerte de Sam Peckinpah de la literatura.
¿Cómo era el escritor en su vida cotidiana? A mediados de la década de los ochenta, se instaló en Missoula (Montana), donde se convirtió en una leyenda. Según su propio testimonio, se consideraba más sosegado que sus salvajes detectives. Admitía que había sido un tipo irascible, pero aseguraba que no lo habían vuelto a meter preso desde 1961 y tampoco se había enredado en una pelea de bar desde 1981. Aunque arrastraba cuatro divorcios, se había serenado con su quinta esposa. No obstante, bebía una botella de whisky al día e inhalaba varias rayas de cocaína a la semana. Cuando se le advirtió sobre los perjuicios que acarreaban sus hábitos, alegó que le gustaba cómo vivía y le daba lo mismo si le restaban diez años de existencia.
James Crumley murió en 2008, a los 68 años. Su temperamento indómito recordaba a los héroes solitarios del lejano oeste. Era un hombre de excesos, aunque de buen corazón. Autor de culto, nunca alcanzó todo el reconocimiento que merecía. Como hizo El Floridita de La Habana con Hemingway, los bares The Depot y Charlie B’s de Missoula le han reservado su lugar en la barra a perpetuidad.