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José Watanabe: el arte de la contemplación - 1

A inicios de los años cincuenta, un niño se sentaba en una esquina del corral de su casa, en Laredo, Trujillo, mientras sus hermanos correteaban alrededor, jugando. Pasaba horas haciendo muñequitos de arcilla fresca, aún húmeda, que había recogido de la ribera del río, en esos paseos esporádicos que realizaba con su padre, un inmigrante japonés.

Muchos años después, ya convertido en poeta, José Watanabe contó que fue en esos paseos —en los que su padre usualmente callaba, mientras ambos caminaban por los valles que bordeaban Laredo— que él aprendió el arte de la contemplación. Algo que será clave en su ejercicio poético. Pero más allá de afinar la mirada, en ese ejercicio con la arcilla, él también desarrolló un gusto persistente por la actividad manual —que más tarde afloraría cuando cortaba sus cigarrillos por la mitad antes de fumarlos o cuando hacía origami, o sandalias de madera para sus hijas, o cuando hizo con una cáscara de nuez un simpático ratoncito que le sirvió de modelo para una pequeña colección de relatos infantiles—.

“Siempre he destacado la habilidad que tenía José de convertir los eventos cotidianos, plenos de sencillez, en situaciones de pasmosa extrañeza y asombro. Esto, sin acudir a la cita erudita ni a la referencia críptica, con genuinas ganas de ser entendido gracias a un lenguaje claro y prolijo. Él tenía esa extraña cualidad que ostentan los verdaderos poetas de presentar con engañosa facilidad poemas que te emocionan profundamente: hacer de la poesía un fenómeno terrenal y al alcance de todo lector. En verdad un genio”, dice el poeta Diego Alonso Sánchez Barrueto, un estudioso de la obra de Watanabe. Con esto reafirma lo que el propio poeta sostuvo en varias ocasiones: él casi nunca inventaba nada. Solo partía de las anécdotas, del recuerdo, para generar un poema. Tal vez volvió a ser siempre ese niño que contemplaba el paisaje en la ribera de un río, mientras sus manos sacaban, entre el agua escurridiza, puñados de arcilla fresca. 


José Watanabe de niño (sentado) junto a su vecino en Laredo, Trujillo, en la década del cincuenta. (Archivo Familiar)

José Watanabe de niño (sentado) junto a su vecino en Laredo, Trujillo, en la década del cincuenta. (Archivo Familiar)

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En una de sus últimas entrevistas, José Watanabe dijo a la revista española Quimera: “Soy un poeta realista, naturalista, casi nunca invento los poemas. Por ejemplo, una vez fui a la cocina, encontré estas papas que tienen ojitos y, entonces, yo me sentí muy afín a esas papas, parecía que me miraban y en algún momento parecía que era yo mismo o sea el yo nonato, el yo primario y dije: ‘Esas papas soy yo’”. Esta experiencia ha sido poetizada en “A la noche”: Míralas conmigo, incompasivo lector:/ cualquier papa soy yo, el primario. Este es solo un ejemplo de una amplia gama de momentos en los que José Watanabe se reconocería en otros seres, como en los animales que abundan en su poesía desde El huso de la palabra (1989). No debería sorprendernos entonces que, envuelto en el silencio de la creación, el jovencísimo José Watanabe se reconociera ya en sus criaturas de arcilla, que fuera capaz de escuchar ese “rumor gangoso” que es el “natural lenguaje” de las esculturas del mismo material que aparecen en su poema “Taller de escultura”, que fuera capaz de confundirse con esos mismos rumores, como en el poema “Piedra de río”: el barro seco en nuestra piel/ acercaba todo nuestro cuerpo al paisaje:/ el paisaje era de barro. Watanabe partía de la observación y de la experiencia cotidiana para crear, pero en ese proceso parecía lograr que esos recuerdos e imágenes, esos otros seres a los que se hermanaba, vivieran más intensamente.

—El entrenamiento de la mirada—

Es una tentación fácil y muy transitada pensar que esta forma de ejercicio poético implicaba un acercamiento a la poética del budismo zen, a una voluntad por volverse un uno indiferenciado con lo que le rodea. Sin embargo, la poesía de Watanabe resalta porque aún en esa patente empatía  mantiene su deseo de individualidad, de ser el poeta que observa el mundo (precisamente, algunos de los poemas de El huso de la palabra, sobre todo en la sección “Krankenhaus”, dramatiza la dificultad de eventualmente no ser ya quien escuche “el rumor panteísta que viene del bosque”, sino ser parte de él, como dice el poema “Como el pejesapo”).

Fue su padre, Harumi Watanabe, quien le enseñó a leer los haikus —y él se volvería un lector asiduo de estos poemas breves en su honor—. Su poesía se nutrirá también de otros poetas de la contemplación. Continuamente citaba, además de a Basho, Issa y Buson, a Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado y Pedro Salinas. De hecho, el primer poemario que leería completo sería La voz a ti debida, a los 16 años, en la casa de un profesor de secundaria que había notado su talento para las letras.

Sin embargo, la singular voz de Watanabe, esa tendencia a la claridad que le ha dado a su poesía un extraño equilibrio entre el coloquialismo y el aliento lírico, se debe también a las palabras rectas y precisas de su madre, Paula Varas, que poseía lo que el poeta llamaba “una sabiduría popular”. Al respecto, Watanabe solía compartir una anécdota: “Lo que yo más apreciaba de ella eran las frases que tenía, perfectas para determinadas situaciones. Y una vez me dijo una de esas frases cuando yo le entregué un poemario mío, creo que fue Historia natural, donde incluso hay un poema duro sobre ella. Yo bromeando le dije: ‘¿Y? ¿Te gustó?’. Dijo: ‘Sí, está bonito, tú envuelves mierda en papel bonito’. Y creo que es una buena definición de lo que pretendo hacer, o sea decir cosas más o menos fuertes, intensas, pero con un lenguaje más o menos diáfano, transparente”.

“Lo que le irritaba a José era esa rápida vinculación con lo ‘japonés’ en su obra, que muchas veces venía con la gratuidad de presentar un apellido fuera del común, más allá de la comprensión real de su obra”, nos comenta Sánchez Barrueto, y llevado por esta frustración, Watanabe llegaría a afirmar cosas como “Yo no me siento representante de dos grandes culturas. Yo escribo nada más”. Es un reclamo legítimo, en cuanto la poesía de Watanabe, fuera de ciertas alusiones presentes para mostrar el contraste entre la actitud contemplativa y la científica (como en “Acerca de la libertad”: Dicen que Hokusai compraba pájaros para liberarlos / Leonardo también / pero midiéndoles el impulso y el rumbo), incluye referencias a las culturas japonesa y andina en Watanabe que están ligadas siempre a los universos materno y paterno.

Una marca también muy presente en su poesía es su interés en la pintura. Su obra no muestra solo escenas plásticas, eficazmente descritas, sino también citas constantes a artistas tanto occidentales como orientales. Esta marca fue, incluso, una primera vocación: Watanabe comenzaría a estudiar, terminada la secundaria, en la escuela de Bellas Artes de Trujillo, siguiendo la tradición paterna (había heredado ya, para ese entonces, los libros de pintura de su padre). La razón que citan sus amigos para que Watanabe abandonara estos estudios era que se dio cuenta de que uno de sus compañeros pintaba mejor que él. En sus últimas entrevistas, el mismo Watanabe explicó que se debió a  la primacía del indigenismo en la escuela en ese tiempo. De todas formas, su interés en la pintura persistió. Como ha dicho Dora Watanabe, su hermana: “Él siempre ha tenido ojo de pintor, lo ha demostrado en sus películas, y lo demuestra en sus poemas”.

—Poeta en Lima—


Además de poeta, José Watanabe fue letrista de rock, escultor aficionado, guionista de cine y televisión, dramaturgo, y en su juventud estudió pintura.  (Archivo Familiar)

Además de poeta, José Watanabe fue letrista de rock, escultor aficionado, guionista de cine y televisión, dramaturgo, y en su juventud estudió pintura.  (Archivo Familiar)

Contaba Oswaldo Reynoso que, en 1966, Eleodoro Vargas Vicuña y él decidieron viajar tres días a Trujillo para alejarse un poco del cargado ambiente literario limeño. A poco de llegar, se les acercaron unos jóvenes pertenecientes al Grupo Literario Trilce y les invitaron  unas cervezas. Entre ellos se encontraba un callado y observador Watanabe, “el más pintón del grupo”, según sus compañeros.

A los pocos meses, José Watanabe los buscaría en Lima en el bar Palermo, donde en ese entonces se gestaba la edición de la revista del grupo Narración. Les entregó el cuento “El trapiche”, el cual le impresionó a Reynoso. Watanabe le dijo que formaba parte de una colección de cuentos que ya tenía escritos, sobre la situación de los campesinos azucareros en Trujillo. Ese libro quedó inédito, pero fue una muestra evidente del talento del joven trujillano, cuya distinción en los Juegos Florales de la Universidad de Trujillo, en 1965, podía no significar mucho para el ámbito literario limeño, pero sí el que recibiera, cinco años después: el primer premio del concurso Poeta Joven del Perú, organizado por la revista Cuadernos trimestrales de poesía, junto a Antonio Cillóniz.

Para ese entonces, Watanabe contaba con 25 años y ya había abandonado sus estudios en arquitectura en la Universidad Federico Villarreal, para iniciar una formación autodidacta, leyendo a los autores que sus amigos le recomendaban, anotándolos en pequeños papelitos que llevaba siempre en su bolsillo. Nueve años antes, su padre había ganado un billete de lotería, por lo que se habían mudado a Trujillo, y Watanabe fue el primero de sus hermanos en estudiar la secundaria —tenía en ese entonces ocho hermanos, cuatro mayores y cuatro menores. Otros dos habían fallecido algunos meses antes que él naciera—.

José Watanabe cuenta que fue la pérdida de su padre, cuando él tenía 17 años, y la casi inmediata muerte de la muchacha que le gustaba en secundaria (menos de un mes después) lo que le llevaría a escribir poemas. Ese chico callado, que en 1971 había publicado su poemario Cosas de familia, se mantenía al margen, aunque siempre con un tono amigable, de agrupaciones poéticas como Hora Zero y Estación Reunida; formaba parte junto a Abelardo Sánchez León de los así llamados “poetas insulares”, tenía desde ya una tensa relación con la muerte.

—Un alba más remota—


Conferencia deJosé Watanabe, realizada el 6 diciembre 2005 por el Capítulo Psiquiatría y Arte de la Asociación Psiquiátrica Peruana.

El huso de la palabra, poemario publicado en 1989, fue considerado, en una encuesta que realizó la revista Debate a creadores e investigadores de literatura, el poemario más importante de la década del ochenta, y es aún uno de los más logrados de su producción poética. Parece una suerte de recompensa: el libro fue escrito luchando contra el lenguaje de una manera aterradoramente literal, sobrellevando una depresión surgida a partir de una experiencia cercana a la muerte. A los 40 años fue internado debido a un cáncer pulmonar en un hospital en Alemania; cuando le dieron de alta (aunque debía permanecer en observación —el cáncer podía volver a surgir en año y medio—), Watanabe se entregó a una profunda agorafobia y depresión que le empobreció el lenguaje. “En las noches lloraba pensando en que había decidido ser poeta, dejando estudios, todo y de pronto ya no tenía el lenguaje”, declararía más tarde, “es como si un pintor se hubiera quedado sin manos”. La experiencia, además, hacía eco de la muerte de su padre, quien falleció de un cáncer de hígado “más bravo que las águilas”, como escribiría en dos poemas.

Si esa experiencia con la muerte le hizo afirmar sus intuiciones panteístas, la de formar parte de un todo, la depresión posterior le llevó a tener que luchar para salir de la soledad, escribiendo con un diccionario de sinónimos sobre una plancha al borde de su cama.

—Watanabe múltiple—

José Watanabe no se agota, por supuesto, en sus poemas. No habría más que mencionar su reconocida labor con el grupo Yuyachkani, con los que escribió una versión libre de la Antígona de Sófocles el año 2000: un unipersonal cargado del concreto lirismo que caracteriza al poeta, que en sus representaciones, tanto en Lima como en el interior del país, ha llevado a remecer positivamente la memoria de los años de violencia política, animando a hablar a aquellos que, como la Ismene de la versión de Watanabe, nada pudieron hacer frente a la injusticia.

Sus vetas de guionista y de escritor de cuentos infantiles se iniciaron en 1973, cuando comenzó a trabajar para el Instituto Nacional de Educación en el programa de televisión infantil La casa de cartón. Lo que comenzó como un trabajo para escribir pequeños cuentos para ser guionizados, pronto se volvió un trabajo de guionista, debido a las constantes ausencias del encargado. Al año siguiente, un representante de la Unesco llegó a Lima y se quedó impresionado con la calidad de los programas, por lo que invitaron a Watanabe a Múnich.


José Watanabe construyendo el ratoncito que protagoniza su serie infantil Andrés la Nuez. (Archivo Familiar)

José Watanabe construyendo el ratoncito que protagoniza su serie infantil Andrés la Nuez. (Archivo Familiar)

A su vuelta, Alberto “Chicho” Durán le pediría que trabajara el guion para su película Ojos de perro. Luego no solo escribiría los guiones para clásicos del cine peruano como Maruja en el infierno, Alias la Gringa o La ciudad y los perros, sino que también continuaría su trabajo con la televisión estatal escribiendo guiones para documentales sobre personajes ilustres del Perú. Por otro lado, también proseguiría su labor en la literatura infantil, por ejemplo el cómic Cabriola la Cabra, cuyas primeras viñetas trabajó junto a Carlos “Carlín” Tovar en 1982. Sería en los noventa cuando comenzaría a trabajar en el formato de libro-álbum, para la editorial Peisa, escribiendo las tramas y las descripciones de las viñetas —aun cuando le sobrevino el cáncer de esófago que acabaría con su vida— entre las que destacan Andrés Nuez y los colores, Un perro muy raro o El pájaro pintado, cuyas ilustraciones terminaría su hija Issa Watanabe.

Ni ahí se agota, sin embargo, el ánimo creativo de Watanabe: cuando el músico Rafo Ráez fue a buscarlo luego de leer su poemario Cosas del cuerpo, con el objetivo de musicalizar sus poemas, el poeta le dijo que no se podía porque los versos eran libres e irregular. Entonces Ráez le retó a escribir letras de canciones para un disco, Watanabe aceptó gustoso, y así nació la colaboración Pez de fango (2005) y la breve trayectoria de José Watanabe como letrista de rock.

 

—Despedida del guardián—

Ama rápido, me dijo el sol./ Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,/ a cumplir con la vida:/ yo soy el guardián del hielo, dice  uno de sus poemas más conocidos —“El guardián del hielo”—que también sirvió de título para un sentido documental, en el que amigos del poeta lo recuerdan—. Ante sus palabras y ante la poesía, solo nos queda concluir que Watanabe, efectivamente, cumplió con la vida, y ahora aún persiste en los rumores de los animales y paisajes que poetizó.

“Me gustaría trascender en otra cosa, en otra conciencia o en una inconsciencia”, dijo en una de sus últimas entrevistas. Sus agradecidos lectores sabemos que trascendió en ambos sentidos.