Estamos infectando a nuestras familias. Mientras intentamos evitar al virus SARS-Cov2, ni cuenta nos damos que metemos otro en casa. Aunque sea tan antiguo y dañino como las plagas, no le estamos enfrentando. Ni siquiera hay conciencia suficiente de su peligrosidad ni de su aguda propagación, lo que le ha facilitado convertirse en otra pandemia. Me refiero a las noticias falsas, fake news o bulos que en una coyuntura como la actual, circulan con una facilidad pasmosa, agravando nuestra vulnerabilidad.
Según estudios, el incremento de falsedades en esta pandemia de COVID-19 es altísimo: The International Fact-Checking Network (entidad respaldada por Unesco) registró 800 noticias falsas en los primeros dos meses y medio de este año. Pero, al 8 de mayo último, se incrementó a más de 5.300 en 74 países.
El origen del mal
¿Cómo es posible tan profusa transmisión de engaños, muchos de ellos realmente ridículos? ¿Internet tiene que ver? Sí. Aunque los bulos han existido desde que la humanidad tiene memoria (el doctor Worthington de la U. Cambridge halló uno en tabillas babilónicas y los hay hasta en la Biblia), el actual uso compulsivo de las tecnologías ha facilitado la expansión de disparates como nunca en la historia. ¿Es un problema del descontrol de las redes sociales, manipulada por hackers, entonces? No.
Aral, Vosoughi y Roy (MIT) analizaron 126,000 historias de Twitter de casi 3 millones de personas entre 2006 y 2017. Las noticias falsas se difundieron más rápido y con mucho mayor alcance. Descubrieron que los humanos son los responsables de la multiplicación y no los bots. O sea, la difusión es orgánica, de directa responsabilidad de las personas, no de ningún programa o herramienta computacional. Cuando circula una noticia falsa, su probabilidad de ser difundida es 70% mayor a una noticia real.
Tres razones a tener en cuenta
Esbocemos algunas razones. Descontemos las que atañen a intereses de aquellos inescrupulosos que rentabilizan estas campañas de manipulación informativa, ganando atención, fama y dinero. Hay legislaciones que les sancionan porque el daño que infligen a la comunidad es grave. Centrémonos en por qué las personas caemos en estas emboscadas:
1) Por pereza. Nuestra arquitectura mental tiene cientos de milenios salvándonos la vida desde la caverna, impulsándonos a reaccionar antes que a pensar. Esa herencia biológica nos induce, por acción del cerebro límbico, a dejarnos llevar por soluciones emocionales, con apariencia mágica: gárgaras de agua caliente, un desinfectante común, zumo de limón, el kión, la luz ultravioleta. Tendemos a querer respuestas rápidas y sencillas. No estamos dispuestos a leer siquiera la noticia completa, menos a cotejar y analizar.
2) Compulsión consumista de noticias. Cuando la ingesta de información es ansiosa, sin orden ni filtro, las personas se infoxican. Y facilitan la infodemia. Eso impide estar en condiciones de salud mental, serenidad y lucidez para detectar falsedades. Por eso, una “vidente” o una entrevistada por un desconocido de un medio antes inexistente, pueden circular impresionando a millones de personas estresadas y desconcertadas.
3) Falta de formación científica. Tener idea de los procesos rigurosos del conocimiento científico y su validación, de los incesantes mecanismos de prueba y error evitaría falsas expectativas en la gente para asumir mejor las únicas medidas razonables, con base en evidencia firme, con las que contamos. Ese entrenamiento viene aparejado del sentido crítico e, idealmente, permitiría aceptar una cuestión para la que no estamos preparados: lo que más hay en el trabajo científico ante un problema nuevo es ignorancia. Eso incluye dudas, aciertos y rectificaciones. Desde allí, paciente, honesta y laboriosamente, se avanza. Por lo general, las cosas difíciles no se solucionan con panaceas. Esta pandemia no es la excepción.
El desarrollo del sentido crítico
Evitemos contribuir con la difusión de este otro virus: el de la mala información que alarma y daña. Que crea pánico con cuentos de conspiraciones que insultan la inteligencia, que generan confusión induciendo al descuido de las medidas necesarias. Que al no cumplir sus promesas simplificadoras, aumenta la sensación de desamparo en quienes le creyeron. Tratemos, de modo empático, de frenar a quien lo difunda en nuestros círculos. Quienes insisten apasionadamente en contra, serían casos clínicos, con probable daño en la amígdala cerebral; pero, felizmente, son los menos.
Ahora que se actualizan políticas para preparar mejor a nuestro país ante contextos de emergencia como este, los sectores Educación y Cultura deberían diseñar las que ofrezcan a los ciudadanos de todas las edades, pero especialmente a estudiantes, la delicada y rigurosa formación científica para que desarrollen el mínimo sentido crítico que nos haga menos vulnerables como país. Es de urgencia estratégica.