Luis Loayza en las librerías de la ribera del Sena. El autor de "El avaro" vivió más de 40 años en Francia.
Luis Loayza en las librerías de la ribera del Sena. El autor de "El avaro" vivió más de 40 años en Francia.

Por Camilo Torres

Desde el inicio, cuando El avaro reveló a un amante de la perfección formal, los lectores más perspicaces de Loayza vieron que este interés era mucho más que afán preciosista; que estaban ante un maduro autor de 21 años, comprometido, a la manera de Flaubert o Mallarmé, con un riguroso ideal estético. Pero esta severidad que se imponía a sí mismo como orfebre no se la hacía sentir al lector. Nada más erróneo que imaginar a un Loayza ajeno al humor o a las posibilidades artísticas del coloquialismo. Basta leer las prosas de su primera etapa para deleitarse con su buena ironía; en su ensayo “Vals variable” disfrutamos la irresponsable belleza que una canción popular puede albergar, acaso por accidente. En otro ensayo se pregunta, en el caso de la traducción de un pasaje de García Márquez, “cómo dar una idea exacta de ese meditativo carajo tan bien puesto” (cursivas de Loayza).

                          —Novelas como cuentos—
Mi primer encuentro con Loayza se acordó en la librería The Strand, en Nueva York, en el 2006. Para entonces yo había publicado un ensayo sobre su “Vocabulario” y contaba con el visto bueno de su mejor amigo, Abelardo Oquendo. Pronto nos reconocimos en nuestros autores favoritos y, no menos importante para facilitar la conversación, en varias aversiones afines. La siguiente vez que lo vi, en el mismo sitio, salía de la librería con un ejemplar de la Vida de Samuel Johnson, que me obsequió. No era, como se podría esperar, un habitante del silencio, sino un aficionado a la conversación elegante sobre los temas que lo apasionaban: la música, el amor, el exilio y, naturalmente, la literatura canónica. En una carta me decía que la escasez en Lima de lugares donde comprar discos de música clásica le resultaba “macabra”. Tampoco era, entonces, un borgiano, como mucha gente pensaba, en parte por la siempre citada dedicatoria de Conversación en La Catedral. Sus caminos lo habían alejado de Borges hacía mucho. Charlando en las calles de Manhattan me sorprendió ver a un hombre que generosamente escuchaba mis incertidumbres y, para aconsejarme, incluso se permitía la confidencia.

La precocidad fue una de las marcas de su obra. Cuando apareció el breve volumen de prosas El avaro (1955), Loayza tenía apenas 21 años, y las había compuesto algunos años antes. Su perfección estilística asombró a muchos; su humor y melancolía conmovieron. Medio siglo más tarde, cuando preparaba la edición de sus Relatos y ensayos, me contó que dos influencias determinantes en ese libro habían sido Kafka y Marcel Schwob. También para entonces había empezado a leer sin sosiego las interminables novelas de Henry James, pero aún no las asimiló a su escritura, sino que pasó, en su segundo período, a un realismo del que nunca se sintió satisfecho.

Antes de publicar Una piel de serpiente (1964) ya tenía deseos de olvidar la novela. Por eso no me extrañó demasiado que, medio siglo más tarde, decidiera infligirle cambios radicales, y así existen dos versiones del mismo libro y con el mismo título. Yo, junto con Daniel Arenas, ayudaba a Oquendo en la edición de los dos volúmenes de sus obras reunidas (que resultó accidentada por culpa de terceros). Loayza me dijo en un mensaje: “He vuelto a escribir Una piel... con demasiada rapidez y, todavía peor, no la he releído para corregir los errores. Tendré que hacerlo ahora y me temo que le voy a dar trabajo”. Examinar sus diferencias nos diría mucho sobre la poética de su última etapa, ahora sí bajo el signo de Henry James y su contenida y compleja intensidad.

Luis Loayza con Francisco Bendezú y Abelardo Oquendo a fines de los años 50 en El Comercio. [Foto: archivo Abelardo Oquendo]
Luis Loayza con Francisco Bendezú y Abelardo Oquendo a fines de los años 50 en El Comercio. [Foto: archivo Abelardo Oquendo]

A esta época final pertenecen los relatos de Otras tardes (1985). Varios de ellos parecen novelas violentadas para quedarse dentro de los límites de un cuento. Otros, en cambio, impresionan por abandonar voluntaria, lúcidamente, la naturaleza cabal de relato y convertirse en “fragmentos”, como los llama su autor: no cuentan un argumento, solo presentan personajes y circunstancias. En particular, “Fragmentos: ajedrez” dibuja una sustitución de la realidad por otro orden, uno lúdico y también violento, pero que permite la elegancia y hasta hace posible alguna victoria. La soledad, que es otra forma de violencia, acosa a sus personajes. La reconocemos en la aversión por formas que degradan el lenguaje. Encontramos repetidos episodios en los que los personajes hablan sin decir nada, reaccionan con inusual violencia contra el lugar común, luchan por hallar palabras que hagan lo que ellos no podrán nunca realizar… En “Padres e hijos” el protagonista, veterano de un divorcio, quiere hablarle a una fotografía de su padre muerto, joven en la imagen; quiere advertirle lo que vendrá, trágicamente desespera de una comunicación imposible.

                             —El insólito arte de releer—
Un sereno escepticismo es, quizá, la base del humor que anima sus ensayos. Cuando condena la poesía peruana del siglo XVIII reconoce que es posible encontrar “algunos versos felices, por inspiración o descuido del autor o por combustión espontánea del idioma”. Esa misma lucidez crítica le permite hacernos leer como nuevas antiguas obras clásicas, como ocurre en “Simbad el maligno”, que nos invita a ver el cuento de Sherezade de una manera radicalmente distinta.

Otro ejemplo: un ensayo de El sol de Lima en el que estudia los procedimientos con que Garcilaso y Ricardo Palma cuentan una misma historia, y que nos descubre —para escándalo de quienes aún creen en el progreso— la superioridad del Inca como narrador. Solo Borges había podido ofrecernos esas posibilidades de una relectura radical de un texto tan divulgado, como en los Nueve ensayos dantescos. No extraña que un crítico español eligiera Libros extraños como uno de los dos mejores volúmenes de ensayos publicados en su país ese año. Tenemos el derecho —¿el deber?— de preguntarnos qué ensayista supera a Loayza en el Perú, qué prosista alcanza la precisa belleza de su estilo, la lucidez de sus juicios, la poesía de sus sugerencias. Y tal vez llegaremos a la escandalosa respuesta de que fue el mayor prosista peruano desde Garcilaso, y no quisimos verlo y preferimos dejarlo en su elegida soledad. Bien es cierto que él prefería no formularse esas preguntas. “Las opiniones sobre mí me ponen nervioso”, me dijo una vez cuando imprudentemente elogié su obra, y propuso a Sebastián Salazar Bondy como un ensayista subestimado con injusticia.

Hay dos interrogantes que nos formulamos todos. ¿Por qué escribió tan poco? ¿Y por qué habitó entre nosotros y no reconocimos su alto valor? La segunda supone que Loayza hubiera sido capaz de buscar editores, públicos, luces, premios, y ello era imposible. Su naturaleza abominaba físicamente de eso. Respecto a la primera, podríamos variar nuestro juicio sobre el volumen de su producción si superamos nuestras supersticiones ante el ensayo literario como género artístico. El lector promedio en castellano no lo frecuenta. No goza de los ensayos de Oscar Wilde, de Stevenson, de Alfonso Reyes, de Borges, de Hazlitt… ¿Cuántos se acercan a Otras inquisiciones con la pasión que despierta una novela o un poema? En cuanto al relato, es sabido que las editoriales privilegian la difusión de novelas y de autores mediáticos. Resulta fácil comprender que Loayza no fuera un escritor favorecido por nuestra época. Pero, si nos acercamos sin prejuicios a su obra reunida, veremos que los dos volúmenes que la integran suman casi un millar de páginas, donde ninguna sobra.

Con su gran amigo, el crítico y escritor Abelardo Oquendo en Lima, en  1956.
Con su gran amigo, el crítico y escritor Abelardo Oquendo en Lima, en 1956.

Cuando me regaló el libro de James Boswell, Loayza me contó que tenía una edición en varios tomos pequeños. A la hora de hacer largos viajes, elegía dos al azar y los llevaba en los bolsillos. Hoy me pregunto si su interés no revelaba algo que entonces no vi. Si Loayza no era, como Borges sospechaba de Wilde, un hombre del razonable e ilustrado siglo XVIII. Ello haría más comprensible la tensión que Mayra Salas ha señalado entre lo clásico y lo moderno en El avaro. Explicaría su discreto desencanto de la burguesía, de la revolución, de la fama, de un mundo que hace mucho dejó de ser razonable e ilustrado.

Una voz lejana

La correspondencia que Loayza sostuvo por más de 50 años con Abelardo Oquendo será donada a la Biblioteca de la Universidad Católica. Son cientos de páginas, que muy bien podrían conformar un volumen más de su obra, dedicadas a la conversación epistolar sobre amigos y sobre libros, cine, pintura y música, temas que con frecuencia provocan en Loayza juicios sorprendentes y aforismos que bien podrían ser vistos como ensayos de un solo párrafo. Nunca se permite una confidencia, pues las reservaba para los encuentros personales. Sin embargo, Loayza propuso la condición de que estas cartas no sean accesibles al público hasta 15 años después de su muerte.

Versiones, diversiones, reflejos

Aunque con el tiempo Loayza se sintió cada vez más lejano de Borges, compartió su devoción por algunos nombres clave: Schwob, James, Joseph Conrad. A varios los tradujo: Stevenson (El club de los suicidas, El dinamitero), Hawthorne (una selección de relatos fantásticos), Arthur Machen (Los tres impostores), ciertas obras de Thomas de Quincey... Esta labor que nos acerca a una riquísima literatura es anómala en nuestro medio y su valor debe —también— ser reconocido.

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