Ilustración: Giovanni Tazza
Ilustración: Giovanni Tazza
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Franklin Ibáñez

Siempre es un buen momento para pensar. La reflexión no debe detenerse nunca. Según la tradición , el animal humano se distingue –o debiera hacerlo– de otras especies por rumiar lo que vive. Eso es hacer experiencia: ser consciente de lo que ocurre. No basta vivir sin otorgar sentido a lo acontecido. Con mayor razón, la representa una ocasión extraordinaria para meditar las cuestiones fundamentales de la vida: la muerte, la solidaridad, el destino de la humanidad, etc.

Consciente o inconscientemente, aún estamos asustados. Siempre ha sido así después de catástrofes. No obstante, es un gran tiempo para racionalizar nuestras fobias. El miedo a la muerte, por ejemplo, debiera revisarse a propósito de la pandemia. Aquella es natural. Nos llegará tarde o temprano. Entonces ¿por qué temerle demasiado? No quiero parecer insensible con familias enteras que han partido tempranamente. Pero la muerte fue uno de los temas que apasionó a la filosofía desde sus inicios. Sócrates sostenía que lo que suceda después de la muerte es absolutamente desconocido y, por lo mismo, temerle supone presumir de saber algo que ignoramos. Epicuro, como buen materialista, creía que fallecer es un dejar de sentir, como un dormir para siempre. ¿Por qué sería eso malo? Epicteto afirmaba que fenecer no es un mal, pero sí lo es el temerle, pues nos conduce a una vida irracional. En fin, podríamos seguir en extenso. Basta señalar que meditar sobre la muerte –'meditatio mortis’– nos permite vivir mejor: no nos libera de ella, pero sí de temerle en demasía.

Debiéramos pensar sobre todo aquello que consideramos importante y valioso, y que hemos redescubierto a propósito de la pandemia. Esta ha hecho reflexionar a muchas personas por el valor de la vida, la amistad, la familia, las riquezas materiales, etc. También ha elevado temas políticos como el valor de la salud frente a la economía, si el Gobierno puede restringir ciertas libertades, y tantos otros. Incluso nuestras posturas políticas, socialismo o liberalismo, todo debe ser examinado. No podemos aferrarnos dogmáticamente a un credo.

Pero ¿no es cierto que la política hoy nos divide demasiado? Algunos somos muy sensibles a temas políticos, económicos o religiosos, incluso al fútbol. La pandemia nos ha puesto aún más emotivos o incluso poco tolerantes. La tolerancia deviene en una virtud escasa en tiempos de crispación social. A eso debemos sumarle que atravesamos una gran crisis política. No recuerdo tantos líderes políticos en juicios, con prisiones preventivas y graves acusaciones. Parece que ningún líder o partido se salva. Pese a todo, debemos seguir pensando, debatiendo y decidiendo sobre los asuntos comunes. Aunque no queramos, somos animales políticos cuyos destinos están demasiado entrelazados como para ignorar este hecho.

Además, la arena política hoy desalienta, cansa y a muchos les aburre. De la gran polarización de la segunda vuelta hemos pasado a una gran decepción o hastío. Atravesamos un escenario tenebroso. No tengo fe ni en el Gobierno ni en el Congreso. Abunda demasiado el descrédito. Pero el tiempo de la filosofía clásica, incluso el llamado Siglo de Oro de Pericles, tampoco fue política o socialmente sencillo. Hubo guerras, dictadores, incluso una terrible pandemia. La filosofía, el pensar radicalmente la existencia, florece también gracias a las crisis.

En mis clases de filosofía, procuro argumentar a favor de posturas que no necesariamente comparto o, más bien, contra ideas que el público atesora. ¿Por qué? Si no se genera un nuevo conocimiento, al menos sí alguna risa. Ante las situaciones más graves o serias, Sócrates diría que bien podemos reírnos sarcásticamente, Epicuro que podemos seguir disfrutando la vida, y Epicteto que nada de aquello debe hacernos perder la calma. La pospandemia representa una oportunidad para sacar las mejores lecciones. Ojalá emerjamos más sabios.


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