El hombre es un bípedo implume, sentenció Platón poniendo en su real dimensión a la especie humana. No fue gratuito el ejercicio comparativo con un ave noble y consustancial a la civilización universal: el pollo. En contraste, la historia no ha sido grata con este ovíparo de grata convivencia aun a pesar de que gusta hacer sus necesidades por doquier con coqueto desorden.
Ahí donde hubo historia, hubo un pollo. Primero surcó la legendaria Ruta de la Seda desde su cuna en el sudeste asiático envuelto en finas gasas y picoteando especias exóticas, sin saber que ese disfrute del mágico paisaje sería el último. Llegó al mundo grecolatino, donde a la ya mortificante función de alimento andante se le adicionó la condición de sacrificio portátil. El politeísmo imperante fue la ruina del ave.
Hubo un pollo en la proa de una carabela rumbo a América. Colón llevó pollos en su segundo viaje con los fines ya imaginados, a los que se sumaba —dada la complejidad del viaje en cuestión (1)— que no solo ocupaba poco espacio sino que además producía huevos. Cuerpo redondeado rico en proteínas que además resultó crucial en la empresa colombina (2). Esta no solo descubrió un continente. Llevó el pollo a él (3).
El objeto de la obsesión pollera peruana, el pollo a la brasa, fue hijo de la casualidad, el ingenio y la metalmecánica. En los años cincuenta don Roger Schuler intentó dedicarse a la crianza del ave en su casa de Santa Clara. No contó con un averío erotómano que empezó a reproducirse con entusiasmo conejil. Habló con su amigo Franz Ulrich que había trabajado en la empresa Schindler para que encontrara la manera de asar al carbón la mayor cantidad de pollos a la vez (4). Así nació el rotombo, esa maquinaria perfecta de sadismo giratorio que produce lo que el Instituto Nacional de Cultura decretó en el 2004 como “especialidad culinaria del Perú”: un pollo asado.
Tratándose de un plato que difícilmente puede hacerse en casa, según el principio circular de Ulrich (5), degustarlo supone una salida callejera, una aventura entre bujiazos y oriones. Su versatilidad lo hace tanto rendidor festín familiar aspiracional como asequible preámbulo romántico de quienes chupan huesitos mirándose a los ojos. Y si bien no puede soslayarse que el culto peruano al pollo a la brasa oculta el drama persecutorio que vive esta especie a lo largo y ancho de la patria (6), el mismo se autocondena por la sabrosura de su crocante piel y jugosa carnosidad. Apiádese algún dios misericordioso de los blandengues que no comen pellejo.
En la vida real de los pollos, los gallos acaban en el mercado, las gallinas a la brasa. Esta última es siempre más tierna y jugosa. Sin embargo, la voz femenina no se usa para referirse al plato, acaso por evitar malentendidos con el hablante hispánico al ofrecerle una polla a la brasa. Ese ya sería un plato completamente diferente al que hoy celebra su día.
1. Curas, cerdos y españoles apiñados a bordo.
2. Se le atribuye a Colón ser el primer hombre que paró un huevo sobre una mesa, alegoría de su empresa.
3. Existe la versión de un de pollo indígena americano, la gallina araucana de Chile. Pero dada la experiencia reciente con la chirimoya, la quinua, el pisco et al., esta tesis queda en suspenso.
4. Schuler puso en la Carretera Central un letrero que decía: “Coma todo el pollo a la brasa que quiera por 5 soles”. Ese mensaje fue el Fiat lux de La Granja Azul.
5. Heriberto Ruiz, empleado de Ulrich, se independizaría luego haciendo rotombos para El Pollón, La Caravana, el Cotoc Cotoc y otras pollerías populares que democratizaron viralmente el plato.
6. El colectivo animalista Proyecto Libertad protesta contra el Día del Pollo a la Brasa. Desatinadamente lo compara con el holocausto. Al parecer postulan la libertad incondicional de todos los pollos peruanos recluidos en avícolas.