La salud pública responde a anhelos entrañables de las personas: eludir el dolor, postergar la muerte y atesorar esperanzas en el futuro. Por ello, es mucho más que su más reconocido objetivo, la prevención. Este objetivo se forjó cuando las efímeras cuarentenas de origen medieval se convirtieron en instituciones gubernamentales estables en la Europa del siglo XIX. En 1916, la Universidad de Johns Hopkins, en Estados Unidos, creó la primera Facultad de Salud Pública separada de su Facultad de Medicina, e hizo de la prevención un área de investigación académica y formación profesional. El Perú tuvo una organización nacional de sanidad en 1903 —la Dirección de Salubridad— que fue la base para el Ministerio de Salud creado en 1935. Además de controlar epidemias y velar por la higiene en la sociedad, estas instituciones hicieron posible en las ciudades el desecho de basuras, la provisión de agua potable, la construcción de desagües y el control sanitario de los alimentos vendidos en los mercados.
Sin embargo, la salud pública de la primera mitad del siglo XX tuvo atributos que, a veces, eran una debilidad. Era una hermana menor de la Medicina la que creó cierta rivalidad entre la prevención y el tratamiento. Asimismo, se distinguió como una actividad del Estado, a diferencia de la Medicina, que era mayoritariamente una profesión privada. Como resultado de priorizar la biomedicina y el sector público, la sanidad recibió menos recursos y prestigio que su mentora, y minimizó su relación con otros saberes fundamentales para su labor como la ingeniería y las ciencias sociales aplicadas a la salud.
Una obligación y un derecho
La sanidad adquirió más fuerza con la creación de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 1948, que definió a la salud como un estado de bienestar físico, mental y social, y no solo como la ausencia de enfermedad. Según la OMS, la salud era también una obligación del Estado y un derecho de los ciudadanos. En los años setenta, las victorias de la salud se sintieron en casi todo el mundo con la reducción de enfermedades infecciosas, el mayor número de niños que recibían vacunas y la ampliación de la expectativa de vida.
El mayor logro de la OMS fue conseguido en 1980 con la erradicación de la viruela del mundo (la única enfermedad eliminada por una intervención humana). En un proceso que no ha acabado, las diferencias entre la medicina y la salud pública se desdibujaron desde los años ochenta cuando apareció el sida, enfermedad de la que inicialmente no se sabía de dónde venía o cómo prevenirla. Desde entonces, es usual que salubristas intervengan con elocuencia en cuestiones de tratamiento.
A partir de los años noventa, muchos gobiernos contaminados por el neoliberalismo dejaron atrás los logros conseguidos por la sanidad para privatizar parte de los servicios públicos, cobrar tarifas en los que quedaban y legitimar la idea de que las intervenciones sanitarias debían priorizarse por el ahorro que traerían al presupuesto nacional y no por su necesidad. Al hacerlo, desecharon la idea forjada desde comienzos del siglo XX: que la salud era uno de los derechos humanos.
En resistencia al neoliberalismo, existe una salud pública en la adversidad según la cual la sanidad es una promesa y una necesidad que va más allá de la prevención. Es una obligación económica porque, sin buena salud pública, no hay sistema económico sustentable. Tiene una dimensión política porque el Estado tiene que proteger a sus ciudadanos no solo en calamidades. Es cultural porque la sanidad es el medio ideal para convocar colectividades y materializar la solidaridad. Y la salud pública tiene una función social porque en toda sociedad democrática deben existir mecanismos que garanticen la igualdad de oportunidades más allá de la posibilidad de elegir y ser elegidos.
Vigorosos sistemas nacionales de salud que domen las epidemias y enfermedades ayudarían a esta igualdad de oportunidades y permitirían a las personas salir adelante por su talento y esfuerzo, independientemente de su condición social, raza o género. Una promesa revive hoy en la demanda por conseguir uno de los pilares de las sociedades verdaderamente democráticas: sistemas universales y equitativos de salud pública.