Fotocomposición: El Comercio.
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Sue Gora Prado

En América Latina, lagarto se emplea de forma coloquial para designar a una persona pícara o taimada. Sin embargo, el término debe emplearse con cuidado, ya que puede tomar distintos significados según el lugar de procedencia. En El Salvador y Nicaragua, por ejemplo, esta palabra se usa para referir a una ‘persona que come en exceso’ o también a una ‘persona avariciosa’ (Diccionario del español, 2021). En Uruguay y Argentina, lagarto es quien toma mucho sol; en Paraguay, una persona apocada, de corto ingenio; y, en Colombia, un arribista o trepador (BBC, 2015). Precisamente esta última acepción es la más cercana a la que es de uso común en el Perú.

Al respecto, la economista y política colombiana Cecilia López Montaño comenta que tratar a una persona de lagarto lleva implícito un profundo desprecio por quien se gana ese calificativo. Ser un lagarto conlleva un estilo de comportamiento, casi una forma de vida, que se basa en alabar y buscar amistades con doble intención, y hacer todo lo que se crea necesario para escalar posiciones. López Montaño advierte, además, que este tipo de individuos aparece, sobre todo, en sociedades estratificadas en las que se concentran la riqueza, el poder y las buenas posiciones en unos pocos privilegiados (Las 2 orillas, 2015).

“Ararankaymanta” (‘El lagarto’)

En el contexto nacional, podemos encontrar un importante antecedente de la figura del lagarto en el cuento quechua “Ararankaymanta”, perteneciente a la tradición oral, que fue recopilado por José María Arguedas en su obra Cantos y cuentos quechuas (1986).

El relato narra la historia de una adinerada pareja que no podía tener hijos. Pasaron los años y los esposos, entristecidos, temían morir sin tener descendencia que heredara su gran fortuna. La esposa rogó a Dios que le diera un hijo. Quedó embarazada y grande fue su sorpresa cuando, al dar a luz, las parteras le mostraron el pequeño monstruo que había salido de sus entrañas: un lagarto con cabeza humana. Los años pasaron y el lagarto fue creciendo. Cuando cumplió dieciocho años, pidió a sus padres que lo casaran. En la noche de bodas, el lagarto ordenó a su esposa que se acostara. Cuando lo hizo, la atacó, bebió su sangre y luego devoró sus carnes hasta dejar solo los huesos. Cuando le preguntaron por qué había hecho tal cosa, dijo: “”No tiene remedio lo que no puedo remediar. Tengo hambre”. Y pidió casarse nuevamente. Lo sucedido en la noche de bodas se repitió una y otra vez. Todos en el pueblo sabían ya de los horribles actos del lagarto. Los padres ofrecían dinero a las familias para conseguir novias. Así consiguieron un buen día a una joven muy bella. La muchacha, temiendo por su vida, pidió consejo a una bruja del pueblo, que le indicó no acostarse en el lecho nupcial, sino pedir que el lagarto lo hiciera primero. Así lo hizo en la noche de bodas y, de pronto, escuchó el ruido que producía la carne del lagarto que se rasgaba en dos. Asustada, encendió las luces y vio el rostro de su esposo. Era este un hombre de cabello rojo y gran belleza. Quiso abrazarlo, pero, en ese momento, él desapareció con el sonido del viento. La valiente joven se quedó con sus suegros, quienes la trataron como si se tratara de una nueva hija.

José María Arguedas, en su comentario sobre el cuento, resalta el hecho de que el lagarto sea caracterizado como un ser perezoso, déspota y cruel, que devora mujeres. Se pregunta, incluso, si el lagarto —cuando se muestra en su ideal belleza, una vez despojado de su piel— no sería, acaso, la imagen abstracta de las normas que la sociedad dominante proclama solo para transgredirlas (1986). Estos rasgos aún se encuentran presentes en la connotación actual del término lagarto. Lo que queda muy claro en el relato es que la sociedad solo puede dejar de vivir en zozobra una vez que el lagarto desaparece. Lamentablemente, por ahora, ninguno de los lagartos mencionados parece estar en peligro de extinción.

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