El imbécil de Caruso llegó tarde. Lo digo aunque no habíamos acordado cita alguna y ni siquiera estábamos en contacto antes de aquella noche. No: Caruso llegó tarde, en realidad, para evitar que recayera luego de ocho años. Una hora tarde, cuando la nieve, el polvo maldito, había invadido mi sistema.
Me explico. Durante mis tiempos juveniles me aficioné al consumo de nieve y luego, no sin pasar por noches de sudor, aullidos y vómitos, la dejé. Ocho años duré limpio, ocho años como ocho soles. Conseguí separarme de la costra de amistades ineptas con que se suele revestir un consumidor incluso al precio de no tener con quién salir. Fui capaz de tolerar la enfermedad y la muerte de mi madre y la partida de mi hermana Clarita, quien se apagó como una santa en brazos de su esposo, sin entregarme a los consuelos de la nieve. Dejé de preocupar a los jefes en la agencia de publicidad en la que trabajaba (esos fariseos igual consumían, pero señalaban con el dedo a cualquier empleado con huellas de vivir la noche como ellos lo hacían) y me convertí en ejemplo de readaptación.
Pero la inercia conspiró en mi contra. Por respeto a mi condición de remiso dejé de ser convocado a las fiestas de oficina, me alejé de los jefes y terminé arrinconado, primero, y olvidado, después. Me recordaron apenas a tiempo para pedirle al guardia, una tarde, que me acompañara a la puerta y revisara que los objetos apilados en mi caja de cartón de verdad me pertenecieran.
Sobrevinieron quince meses de exilio. Busqué amigas en la red y las llovizné con mensajes incitantes que declinaron responder. Cuajé de curriculumsvitae los correos de cada ejecutivo de cada agencia de la ciudad, tecleando incluso al azar (Fito Caruso, por ejemplo, podía haber tenido la dirección fitocarusoarrobapublitechpuntocom o fcaruso o f.caruso o incluso fito.caruso, sin descartar la confianzuda carusoarroba). Y una noche, reconciliado con los dudosos amigos de mi etapa de consumidor, flaqueé. Hugo, al calor de los tragos y las partidas de billar, me llevó aparte. “Tengo algo, si quieres”. Las miradas de los reunidos se encajaron en mi nuca. Hubo gestos de incredulidad cuando incliné la cabeza en señal de aceptación. Hugo se apresuró a conducirme a la bodeguita de siempre, se rebuscó en los bolsillos y, luego de pelear a oscuras contra sí mismo, me ofreció un montoncito de nieve en la esquina de una credencial. Lo aspiré. Un corifeo de rostros pasmados me recibió al salir. Mi espinazo se sacudía.
Una hora después apareció por el bar Caruso, elegante y derrochador. Acababa de mudarse a una nueva agencia, mayor y poderosa, y se acercó sin titubear a mi lado. “Necesito que te vengas conmigo. Haces unas pruebas sencillas lunes y martes, y el miércoles estás trabajando”.
Una hora tarde.
***
Me sabía condenado. Desperté con las púas de la culpa. Había sobrevivido de ahorros precarios y trabajos de freelance. Caruso era mi salvación y mi condena. Si su agencia pedía análisis de sangre a sus futuros empleados era porque sus gerifaltes conocían de sobra la afición del gremio a meterse ilegalidades por las narices. Y ese examen no había modo de pasarlo. Incurrí en la resignación. Recé sin fe oraciones elegidas entre las tinieblas de la memoria (empecé con el padrenuestro y deparé en el avemaría y el angelito de la guarda). Me sacó la sangre una laboratorista de seriedad científica apertrechada tras unas gafas interminables. Miré marchar mi sangre en la jeringa con un dejo de conmiseración. Eran las siete de la mañana y no había desayunado. El juguito de naranja me supo como le debe haber sabido el vinagre a Jesucristo allá en su cruz.
El martes desperté una hora antes de lo necesario. Caminé a las oficinas de la agencia. Eran esplendorosas, admirables. Deambulé hasta el despacho de reclutamiento adonde se me había indicado presentarme. Tenía la ficha 12 y, abriéndome paso entre solicitantes adormilados con gestos de mensajeros y afanadores, me aposenté en una silla. De inmediato asomó por la puerta una jovencita, pronunció mi nombre y me hizo pasar. “Soy la licenciada Ana Chávez”, dijo con una reverencia. Era morena, delgada, el cabello estirado en una coleta impecable. Sonreía con delicadeza de hada. “Caruso pidió que te atendiera”. Sonreí sin fuerza. Ocho años limpio y destrocé el universo una hora antes de que el cielo se abriera para mí. Me suicidé cuando despuntaba el amanecer.
Entregué el cartapacio con mis documentos, que la bella Ana examinó. Se humedeció los labios con una lengua mínima de gato y temblé. Formuló unas preguntas sobre experiencia y aptitudes, y sin mostrar reacción ante mis desplantes de megalomanía (yo era el que hacía moverse la agencia, dije sin sonrojo) me pidió dibujar un hombre y una mujer en una papelito. “Tendrías que posar para mí”, repuse, perdida ya la dignidad. “Ah, sabes dibujar”. “No. Pero soy un fotógrafo de antología”. Celebró el término con otra risita. “Nadie responde así una entrevista”, advirtió. “Yo sí”. “Bueno, no creo que vuelvas a pedírmelo: arriba hay chicas muy guapas”. “No soy tan fácil”, fingí indignarme. Ella sonrió.
Tocaron a la puerta. Un mensajero traía unos sobres plastificados con el rótulo del laboratorio. “Tus resultados”, dijo ella, y abandonó la pila de análisis junto al teléfono. “¿Mi sangre?”. “La tuya y la de otros cinco. El laboratorio manda los resultados y una interpretación en caso de ser necesaria”.
Qué necesidad. Ocho años perdidos, el cielo mismo desperdiciado.
Cerré los ojos. Quizá Hugo no me había dado polvo sino un placebo, aspirina, algo que le permitiera reírse de mí. Quizá la cantidad de nieve en mi sangre sería mínima, infinitesimal, comparada con la de cualquier otro aspirante (esencialmente por eso, porque todos aspiraban). Quizá Ana, movida por la curiosidad ante el cuarentón que le coqueteaba, decidiría ocultar el examen. Nadie tenía por qué saber el resultado, en el fondo. La luz me picó las pupilas al levantar los párpados. El cerebro se me contoneaba. “Me encantas, licenciada Ana”, dije con una voz aflautada que no parecía mía. “Deberías aceptarme un café. Y acostarte conmigo”.
Ahí estaba: la condena.
Ella no prestaba la menor atención. El sobre, a mi nombre, abierto en sus manos. Miraba la hoja blanca sin parpadear. Sus ojos saltaron entre el papel y mi rostro. Estaba, cómo no inferirlo, horrorizada. Se llevó una mano a la boca, tapándosela.
Quizá es el tumor familiar, el que se llevó a mi madre y a la pobre de Clarita, me dije. Quizá hay tiempo de dormir con Ana, todavía.
“¿Es la nieve, no?”.
Ella no respondió.