Parece que ya pasó, pero en cualquier momento vuelve. Porque el asunto es viejo como el mundo. Y nos sobrevivirá a todos para seguir contando el cuento (tal vez el nuestro) cuando ya no estemos para poder decir que no nos gustó mucho y que hubiésemos quitado esa parte para poner esta otra y…
Me explico: hace unos meses, la escritora española Elvira Navarro publicó un breve libro titulado “Los últimos días de Adelaida Morales” (Random House). Y Adelaida Morales vivió y murió y escribió entre 1945 y 2014. Y fue también licenciada en Filosofía y Letras y modelo y actriz y guionista de cine. Y uno de sus relatos —“El sur”— alcanzó estatus de obra maestra al ser llevado al cine por su entonces pareja Víctor Erice. Y en algún momento —más allá del reconocimiento absoluto y premios como el Herralde— la cosa comenzó a torcerse y terminó en difusa espiral de depresiones y miserias. Blues que son los que Navarro —joven y reconocida como maestra del realismo y del recuento de “la crisis”— entona e investiga en este libro que lleva nombre y foto de Morales a partir de un sórdido y triste episodio nunca del todo verificado acerca de un billete de cincuenta euros (pueden googlearlo todo). Y, entonces, la tormenta imperfecta. Erice denunciando a Navarro por “apoderarse del nombre y apellidos” de su ex con “una falsa reivindicación” de su figura que “no solo banaliza su memoria como escritora, sino —lo que es peor— su identidad como ser humano”. Erice también afirma que el libro de Navarro es malo. Y, a continuación, páginas y páginas de suplementos culturales (alcanzando incluso la altura de editoriales) de los periódicos y novelistas y cronistas discutiendo sobre los límites de la realidad y, por supuesto, la autoinvitación a la fiestita de los siempre listos y por lo general tan poco astutos bloggers más que dispuestos a lanzar sus vómitos a partir del sabor de la semana.
Y, claro, el asombro de que se siga polemizando sobre estas cosas. De acuerdo: Navarro —quien quizá debió advertir a parientes de la muerta acerca de sus ganas de resucitarla— se enreda con ella misma en unas explicaciones finales y contraportada del libro donde no queda del todo claro qué es lo que se propuso. ¿Crear? ¿Recrear? ¿Reinventar? ¿Inventar? ¿“Narración cercana al falso documental”? Tal vez, con pleno derecho, Navarro pensó que a esta altura ya no hacía falta explicar nada.
Porque ¿de verdad tenemos que seguir preocupándonos por esta cuestión después de Homero y Cervantes y Shakespeare y Tolstói y Dickens? ¿Son acaso los grandes textos sacros más o menos ‘reales’ según el grado de fe de quien los lee? Vladimir Nabokov decía que la realidad estaba sobrevalorada; que no es más que una combinación de información y especialización; que no es otra cosa que “una infinita sucesión de escalones, niveles de percepción, falsos fondos”. Y que, de acuerdo, hay una realidad neutral que nos incluye y nos incumbe a todos; pero después, enseguida, cada uno tiene su propia realidad. Y que no existe ni siquiera ese término de “realidad de todos los días”, algo “definitivamente estático ya que presupone una situación que es permanentemente observable, esencialmente objetivo, y universalmente reconocido”. “‘Realidad’ (una de las pocas palabras que no significan nada si no están entre comillas)”, concluye Nabokov en su posfacio a “Lolita”. Y se sabe: el ruso reinventó su pasado en “Habla, memoria” y —paradójicamente o no— consiguió la que seguramente es la mejor autobiografía de todos los tiempos.
Se sabe también que John Cheever (quien transfirió a sus Wapshots mucho de sus Cheevers) gustaba de sentarse en restaurantes ruidosos para tomar nota de las inspiradoras conversaciones que oía en las otras mesas; que John O’Hara (como Manuel Puig en “Boquitas pintadas”) le prendió fuego a su pueblo chico e infierno grande en sus novelas y relatos; que los amigos de John Updike temblaban cada vez que les llegaba The New Yorker porque allí estaban sus peleas y divorcios con nombre cambiado pero tan reconocibles para los suyos; que Truman Capote desplumó a sus “cisnes” en las entregas de “Plegarias atendidas” y, ante la ofensa de las grandes damas neoyorkinas que lo expulsaron de su círculo, se lamentó indignado con un “¿Pero qué esperaban? No sabían que tenían entre ellas a un escritor y no a un bufón?”.
¿Cuál es la medida? ¿Dónde está el límite? Pienso que hay uno solo: que la realidad irreal de una novela supere a la irreal realidad de la vida. Que el Había otra vez… le gane al Hubo una vez… y lo convierta en un eterno Hay una vez… cada vez que se abre este libro. De ahí y por eso que hoy no olvidamos a los personajes en los salones que recorrieron Marcel Proust y Henry James y no tenemos tan claro quiénes fueron las personas que los inspiraron.
Y de acuerdo: “Cuando aparece un escritor en una familia, esa familia está acabada”, dijo alguien. Pero, en realidad, esa familia está vuelta a comenzar y a ser contada. Corregida y reescrita y, si hay suerte y talento, mejorada aunque se iluminen sus peores rincones.
Siempre ha sido así desde “Robinson Crusoe” y “Drácula” y László “El paciente inglés” Almásy. Y seguirá siendo así —con mayor y menor talento— en páginas de Philip Roth, Emmanuel Carrère, Javier Cercas, Roberto Bolaño, Ricardo Piglia o Karl Ove Knausgård. Todo eso de la ‘literatura del yo’ no es más que una etiqueta cómoda que ya estaba cosida a las chaquetas de Henry Miller y de todos los beatniks.
Pensaba en todo esto mientras leía el ensayo “Bellow’s People” subtitulado “Cómo Saul Bellow hizo arte de la vida” de David Mikics. Y sí, pocos vampiros vivieron y escribieron con la sangre de los demás como este canadiense de Chicago ganador del Nobel en 1976. Mikics busca y encuentra todos los modelos reales: el clan Bellow en “Las aventuras de Augie March”, una esposa y su amante en “Herzog”, Edward Shils en “El planeta de Mr. Sammler”, Delmore Schwartz en El legado de “Humboldt”, otra ex en “El diciembre del decano”, Isaac Rosenfeld en el cuento ‘Zetland: impresiones de un testigo’, Allan Bloom en “Ravelstein”… Bellow —por lo general ajustando cuentas con todo y con todos— no le pidió permiso a ninguno de ellos del mismo modo en J. M. Coetzee no invocó vía ouija al ectoplasma de Fiódor Dostoievski para preguntarle si lo autorizaba para usarlo en “El maestro de Petersburgo”. Yo tampoco lo hice con James Matthew Barrie a la altura de mi “Jardines de Kensington”; pero sí debo confesar que, mientras lo escribía, todo el tiempo sentía una rara sensación, como si alguien leyese por encima de mi hombro. No es algo sencillo ponerse a jugar imaginativa y vivamente con los huesos reales de los muertos. No se sabe dónde empiezan las ganas de correr de uno y empieza la necesidad de descansar en paz de otros.
De ahí que se inventase esa mentira verdadera y que se suele poner en la puerta de entrada de un libro (y nunca al final) porque más vale prevenir (y mentir) antes que lamentar después. Eso de “Cualquier similitud con alguna persona real…”.
Por lo demás, más allá de tanta polémica y sonido y furia, la verdad, realmente…